Karmelo C. Iribarren en estado puro


Jorge M. Molinero.- Me piden que escriba unas palabras sobre el nuevo libro de Karmelo C. Iribarren, Las luces interiores, editado por la editorial andaluza Renacimiento. Pasada la primera sensación de incredulidad a que alguien se fíe de mi criterio y, sobre todo, mi capacidad para ello, me decido a escribir la crítica sin haber leído el poemario del donostiarra. ¿Por qué? Porque Karmelo nunca decepciona y no hace vuelos rasos llenos de piruetas a toda velocidad -nunca lo hizo, no va a cambiar ahora- y sé perfectamente qué me voy a encontrar: versos desnudos, sin florituras ni adornos que distraigan o rellenen.

Pero me espero a que llegue el libro, el cual tarda una eternidad en llegar a la librería, lo que indica el desprecio por la poesía en este país si no funciona la distribución con una de las editoriales más fuertes. Me desvío, lo pido, me digo, Molinero, no hagas el ridículo, para una vez que te piden algo serio. Y el maestro no se merece menos, referente principal de la poesía cotidiana y real.

Me llega y lo leo en treinta minutos. Ya lo había leído antes. Confirmo mi sospecha, nada nuevo bajo el sol.

Mantiene la mirada del paseante sobrio, atento al gesto más mínimo, sin importancia, para sacar un poema mítico e inolvidable. El aire, o no, el viento que puebla en varios de sus poemas, sarcástico, con un humor muy fino, a veces negro, con casi algún tinte misógino de alguien que ama a cada mujer que cruza a su paso, y si es en verano ni te cuento.

Nada nuevo, repito, barras de bar, terrazas, bancos, viento, lluvia y abundancia de asfalto, pues Iribarren es un poeta urbano innegable. Su lirismo incluye pocas lunas y estrellas, y si lo hace, es para rebajarlas de categoría al compararlas con las luces que dan vida a la ciudad, donde el poema se siente a gusto, en su espacio natural, con pájaros comunes, vidas insulsas y cotidianas pero llenas de un misterio tan imperceptible para el resto de los mortales que te abocan a la búsqueda de algo más que nunca nos da el poeta: nos deja solamente una puerta entreabierta, como las de su poema Puertas, con un anzuelo goloso y apetecible, para quitarnos el gusto con un hachazo final de amargura o, mejor aún, desorientados ante la nada.

La única pega del poemario es la extensión del mismo, pequeño, te deja con ganas de mucho más, con un síndrome yonki de Iribarren que te hace volver a sus anteriores libros de poemas o, ahora con estos tiempos, a Facebook, donde el poeta se desquita de las palabras menguadas de sus poemas con un torrente verbal e imaginativo que sorprende, pues sus estados son el antagonismo puro de sus poemas desnudos.

Y qué decir más, si ya avisé, no puedo ser imparcial, el maestro es una luz vital en mi poesía, pero lo he intentado, lo juro, pero es imposible sacar pegas a Las luces interiores, lo nuevo, lo de siempre, lo mismo. El talento, la mirada única, la ironía, el golpe de calor, la piedra en el zapato, la autoparodia para descojonarse del mundo. Karmelo Iribarren en estado puro.

Su sello intacto, no busquemos nada más: es, en lo suyo, simplemente el mejor.


Karmelo C. Iribarren, Las luces interiores. Renacimiento, Sevilla, 2013.





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