El árbol como objeto de esperanza


Antonio Reinoso Lamela.- Para que el poeta pueda oír los árboles, para que pueda oír, debe hacerse uno con ellos, de la raíz a la copa, de fuera hacia adentro, y transcribir la savia viva de la vida en la tinta en penumbra de los versos. De ahí su familiaridad , su recurrencia a él. El árbol como imagen fiel de la aspiración de la poesía hacia la luz, partiendo de la sombra.

¡cómo, subiendo por la roca agria a ti,
me parece que hundes tu troncón
en las entrañas de la carne,
que estrellas con mi alma todo el cielo!

El árbol como geografía de la verdad y la belleza accesibles al poeta, pues este solo puede habitarlas transitoriamente.

¿Cómo decirles que no,
que yo era solo el pasante?

Ha de hacerse como ellos, sí, pero en cierta forma ya lo es, ya siente en sí su cercanía. Raíz, savia, tronco, ramas, hojas ,caedizas o no, flores, ascenso, caída, renovación, rumor, sombra, metáforas perfectas de la vida de ambos, de la realidad de uno y las aspiraciones del otro. No existe otro ser con el que el poeta se encuentre más identificado. Por eso el canto surge natural, sin esfuerzo, al contemplarlo.

¡Cómo meciéndose en las copas de oro,
al manso viento, mi alma
me dice, libre, que soy todo!

Mas también encuentra afinidad en su dolor:

Dejadme llorar a mares,
largamente como los sauces.

Y amparo en su desconsuelo:

Dadme la mano, amigos
en el mal tiempo.

Aunque, a pesar de esa cercanía, el poeta reconoce lúcidamente que entre ambos se yergue una frontera insalvable, porque

Una palabra no la diría, la palabra es humana.
La traduce ese ser. Él la expresa y configura.
él es una precisa definición, en su neto lenguaje: “Es el Árbol”.

El bosque puede ser, también, el lugar donde el horror toma su asiento.

Un bosque sembrado de esqueletos y sal,
un bosque donde se balancean rígidos los ahorcados
en cada árbol

pues el poeta habita también esas sombras.

Ser poeta es saber esperar. Aguardar la palabra oportuna que nos nombre, y al hacerlo, nombre el mundo; o, al revés, que nombre al mundo y vuelva al hombre para reconocernos en ella. En esa palabra de paz, sin ambición alguna, se nombra al árbol como objeto de esperanza.

Árboles abolidos,
volveréis a brillar
al sol.

La voz nada añade a la plenitud del árbol; nada, excepto la conciencia de ser.

Y es cierto, pues la encina, ¿qué sabría
de la muerte sin mí?

Los árboles, a su vez, en justa respuesta amorosa, iluminan la conciencia del poeta:

¿Qué me han hecho en la mirada?

Un solo corazón es lo que busca el poeta, que lata unas pocas palabras verdaderas. Los pinos le dan una idea.

¡Pino piñonero,
que llegue a la ciudad y solo vea
la cercanía hermosa
del hombre!

Porque el árbol es símbolo de la verdad, de la fidelidad, de lo que siempre vuelve.

Cuando llegue el otoño, con rescate y silencio,
Tú no marchitarás.

La vida, esperada siempre, por árbol y poeta; siempre confiada, alerta, esperanzada. La palabra salvadora, abierta realidad en el árbol, símbolo de esperanza.

Al olmo viejo, hendido por el rayo
y en su mitad podrido,
con las lluvias de abril y el sol de mayo,
algunas hojas verdes le han salido.

Palabra alerta, abierta a la resurrección de la vida:

Mi corazón espera
también, hacia la luz y hacia la vida,
otro milagro de la primavera.

Ante tantas felices ¿coincidencias?, ¿cómo no celebrar la aparición de este libro, cuya principal virtud es hacer explícito el hermanamiento esencial de dos criaturas tan solidariamente enlazadas?


AA.VV. El árbol en la poesía española del siglo XX. Libros al Albur, Sevilla, 2015. 254 páginas.


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