Marzal y el ecosistema de las paradojas


José Luis Trullo.- Según los preceptistas literarios, el autor debe enfrentarse a una hostilidad o recelo inicial que pone al lector (a cualquier lector) a la defensiva desde el primer momento. De su habilidad como creador dependerá alcanzar esa "suspensión de la incredulidad" que está en la base del placer literario, cierta capacidad de hacerle aceptar casi cualquier cosa, alcanzado cierto punto de la travesía lectora.

Este mecanismo, en el caso de los aforistas, no ceja nunca. Cada nuevo aforismo, para el lector es un nuevo reto, una nueva ocasión para levantar el dique que le separa del autor. Más aún si, como suele ocurrir, el aforista tiene veleidades moralistas. Para el lector, la lectura de un aforismo no supone un simple ejercicio lúdico o intelectual, sino un auténtico pulso entre lo que cree (o lo que cree que cree) y lo que está dispuesto a aceptar o, llegado el caso, revisar de su propio sistema de creencias.

Reconozco que este pulso, en el caso de La arquitectura del aire (primer libro de aforismos del poeta y narrador Carlos Marzal), en mi caso ha quedado en tablas. Puede que el hecho de que la obra poética del autor figure, para quien esto escribe, entre las más valiosas del último medio siglo en España, hubiese colocado mis expectativas en un plano demasiado elevado; puede, simplemente, porque el libro sea demasiado largo, demasiado prolijo, demasiado heterogéneo, con lo cual la impresión final es la de quien no sabe a qué carta quedarse. Y esto, tratándose de uno de los autores mayores de las letras españolas contemporáneas, puede que sea poco, muy poco, demasiado poco.

Vaya por delante que el propio autor no se conforma con publicar una cantidad asombrosa -se habla de más de mil: yo no los he contado- de aforismos en forma de libro: también teoriza acerca de ello. Sobre todo hacia el final del libro, empiezan a sucederse las teorías, más o menos peregrinas, acerca de lo que supone para él escribir un aforismo y no, por ejemplo, un verso o cualquier otra cosa. Los ejemplos menudean: "En el aforismo, a veces busco la inteligencia en marcha, aunque tumbada a la sombra" (pág. 237); "El pensamiento es el cepo; luego viene el aforismo y salva al lobo" (pág. 234)... Es en esas páginas finales donde Marzal parece aventurar un ensayo de epistemología sobre su propio quehacer y brindar al lector que haya podido llegar hasta allí una suerte de clave secreta para comprender de qué va lo que nos traíamos entre manos: "el aforismo es el ecosistema de mis paradojas".

Y sí, en verdad La arquitectura del aire está plagada de paradojas, al menos en apariencia. Puede que las tres cuartas partes de los aforismos contenidos en este libro sean paradójicos: retruécanos, juegos invertidos, afirmaciones que, al asomarse a su propio espejo, cambian de sentido... La técnica incluso se hace, por momentos, fatigosa, incurriendo en cierto automatismo, como el propio Marzal no puede dejar de constatar: "Si no es algo y su contrario, apenas me interesa". Y es que, según afirma en otro lugar, "el que escribe juega con las palabras, y el que escribe y juega con las palabras escribe dos veces" (pág. 43). Hay mucho de juego gratuito en muchos de los aforismos de este libro, lo cual redunda en que el lector no puede casi nunca dar por suspendida su credulidad. Es muy cierto que "el lenguaje nos convierte a todos en prestidigitadores" (pág. 192), pero ello no nos obliga a repetir una y otra vez el truco de la chistera, aunque unas veces extraigamos de ella un conejo y otras, un albo pichón.



El mejor Marzal reluce, en cambio, en los aforismos menos previsibles formalmente, sobre todo en aquellos en los que abandona la inercia de la fácil paradoja y la combinatoria ramplona, para brindarnos reflexiones de auténtico calado: "Sabiduría es equipaje justo" (pág. 100); "A oscuras, el tiempo retrocede" (pág. 123); "Vivir es ensayar recurrecciones" (pág. 151)... Es en estos casos, cuando el poeta emerge y el prestidigitador da un paso atrás, que el lector recupera cierta inocencia que había ido perdiendo durante páginas y páginas de trucos más o menos cantados, aunque no siempre falsos, y puede abandonarse a la invitación inconcreta que todo buen aforismo supone. Y es que, a diferencia de lo que el propio Marzal postula ("si no parece haber desentrañado un misterio, no es aforismo"), los mejores aforismos nunca concluyen del todo, antes al contrario: incitan a emprender una reflexión no sólo racional, sino también emocional; son abiertos, no cerrados; permiten múltiples lecturas, sí, son paradójicos en sí mismos, más aún en los casos en que se plantean formalmente de manera clara y unívoca.

Puede que ese haya sido el gran error que comete Marzal en La arquitectura del aire: dejarse seducir por los cantos de sirena del facilismo combinatorio ("no sé cuándo, pero me mudé a la paradoja"), perdiendo de vista lo que el aforista ha de tener siempre en mente: no las palabras y sus infinitas bromas potenciales, sino la esencia de lo real, sea o no ingenioso o sorprendente lo que de ello pueda derivar. Si bien es verdad que "las palabras construyen arquitecturas en el aire: son otra forma de la solidez" (pág. 73), esto no significa que los castillos de arena resistan con la misma gallardía el embate de las olas. Al fondo, en lo oscuro, hay una verdad reclamando ser plasmada -aunque sea de manera esquinada, elusiva e incluso irónica-, y es deber del aforista, del creador en general (y más cuando tiene la probada talla de Carlos Marzal) estar por lo que hay que estar, y dejarse de acrobacias verbales, resultonas pero al fin y al cabo hueras, estériles, infundadas.


Carlos Marzal, La arquitectura del aire. Tusquets, Barcelona, 2013, 249 páginas.





BLANCHOT Y EL AFORISMO COMO ALIANZA

Según Blanchot, el aforismo obliga al lenguaje a traicionar la tiranía de la conciencia y a erigirse él mismo como objeto puro del pensamiento, como existencia autónoma de las palabras. Más aún: el aforismo conserva la fuerza esencial de la experiencia sólo porque suscita en las palabras un movimiento reflejo que, a su manera, rinde un homenaje (póstumo, eso sí) a la simultaneidad de esta experiencia. El aforismo no trata de traducir en palabras la experiencia, sino al contrario, pretende suscitar de las palabras una forma de vivencia original y, al mismo tiempo, absolutamente monstruosa: la de la catástrofe del lenguaje, el cual ha renunciado a dar cuenta del mundo y trata, a cambio, de construirlo (pieza a pieza) de nuevo. LEER MÁS

LANÚS, PORCHIA Y LA VERDAD DE LA ASTILLA

Argentino como él, Alejandro Lanús utiliza la contradicción porchiana como método de investigación de aquello que le obsesiona: “Todo me habita, excepto yo”. Esta utilización técnica de la contradicción no solo encuentra verdades inéditas en los arabescos del lenguaje, sino que dinamita lo que consideramos como lógico para hacer ver las trampas de las palabras y el coto reducido que la lógica misma tiene sobre la realidad. “Las alturas bajan, subiendo”, decía Porchia, aquel hombre extraordinario que vivía con la misma gravosa austeridad su propia existencia y su relación con las palabras. LEER MÁS

FRAGMENTO VS. AFORISMO

El aforismo o el axioma defienden la inmediatez del objeto del conocimiento ante la conciencia (aunque su naturaleza sea oscura, como en Heráclito); la del fragmento establece una dificultad apriorística en la capacidad del sujeto por aprehender el objeto. La diferencia estriba en el verbo ser. Desde el punto de vista del conocimiento, el aforismo trata con la realidad de forma directa, conformando su idea previa de que existe un contacto inmediato entre el objeto de conocimiento y el sujeto que lo aprehende; mientras que el fragmento, indirecto, incompleto y dubitativo, oscila con respecto de la posición del sujeto ante su objeto. LEER MÁS

ELOGIO DEL AFORISMO

Un aforismo puede ser una minúscula obra maestra. Cuando el humorista Lichtenberg apunta "Aquel hombre era tan inteligente que casi no servía para nada", hace una broma inolvidable. Al escribir el sutil Joubert "Cuando mis amigos son tuertos los miro de perfil", dice en pocas palabras algo admirable. El aforismo del cáustico Chamfort "Sé mi hermano o te mato", hace una crítica profunda a los excesos de la Revolución Francesa. Los aforismos en su brevedad demuestran la increíble fuerza de las palabras. LEER MÁS