David Carril.- Cuando Alejandro Lanús, en su prólogo de Umbrales, afirma vivir constantemente en el escepticismo ("una contradicción detrás de otra se sucede", nos advierte acerca de sus aforismos ya desde el principio), no hace tan solo gala de honestidad y fidelidad a la búsqueda que prescinde de esperanza, sino que de alguna manera reproduce el correlato anímico del trato que exige la condición ontológica del aforismo o el fragmento. En efecto, ¿qué es en realidad el aforismo? ¿Un destello último del pensamiento -como afirma Alberto Luis Ponzo en su presentación del escritor que nos ocupa-, una verdad acaso despojada hasta su última capa de toda superficialidad u oscuridad, o una “astilla”, “vestigios de sufrimiento” al decir del propio Lanús? ¿O quizá, en último término, se trata de que la verdad última, la esencia más purificada del conocimiento y de la palabra en cuanto carne visible de ese conocimiento reúne ambas cosas? ¿Es que acaso la “verdad” es la “verdad de la astilla”? ¿La verdad como vestigio del sufrimiento que ha “sobrevivido al juicio”? Es en esta indecisión clave, en esta fractura si se quiere de la realidad última o del conocimiento, que se mueve el aforismo. Y quizás el título de la obra infinita de Lanús, Umbrales, sea en efecto el más apropiado para definir la naturaleza de este género limítrofe, que muda su piel de continuo y confunde -al modo de Heráclito “el oscuro”, o de Dionisos, el dios del engaño y a la vez llave de la sabiduría mistérica- los ojos de quien lo mira de continuo.
Hablar de Lanús es referirse de inmediato a un cultivador del aforismo en la tradición de Antonio Porchia. Argentino como él, Lanús utiliza la contradicción porchiana como método de investigación de aquello que le obsesiona, “El no hacer, que es mi hacer, hace todo”, “Todo me habita, excepto yo”. Esta utilización técnica de la contradicción no solo encuentra verdades inéditas en los arabescos del lenguaje, sino que dinamita lo que consideramos como lógico para hacer ver las trampas de las palabras y el coto reducido que la lógica misma tiene sobre la realidad. “Las alturas bajan, subiendo”, decía Porchia, aquel hombre extraordinario que vivía con la misma gravosa austeridad su propia existencia y su relación con las palabras. Pero no solo eso comparten Porchia y Lanús. Ambos habitan un paisaje similar, que no es otro que el de la soledad, y que en su obra viene encarnado en el sol, las estrellas, el universo. “Una mirada que se disipa en el cosmos. Un infinito de estrellas en el filo de una mirada perdida”. Y es que, como decía el propio Porchia, “Un millón de estrellas son dos ojos que las miran”. Esta imbricación del ojo humano, de lo singular, irreductible y en suma, vano, que constituimos, con lo más alto, elevado y poderoso del universo cierra un círculo que no obstante está lejos de constituir un bálsamo o una síntesis armoniosa de los elementos. Lo que para el pensamiento natural antiguo representaba la armonía y coherencia entre el ser humano y el cosmos, se convierte, para Lanús y Porchía, en soledad compartida entre hombre y astros, en la que las lejanas estrellas y el ojo que las contempla representan el paradigma de una relación entre solitarios en medio de un mundo hostil e incomprensible.
La continua negación, la contradicción no solo como método de búsqueda o incluso de belleza, sino también como evidencia de una continua tensión del pensamiento, no lleva jamás a la armonía y a la paz del entendimiento, sino a una peregrinación incierta a través de la cual -y solo a través de la cual- emerge el pensamiento; no se trata, por tanto, de un pensamiento que tiene que hacer frente a sus aporías -como sucede, por ejemplo, en la filosofía tradicional-, sino que es en medio de la aporía, y gracias a ella, que surge el pensamiento: “De pronto emerjo entre fragmentos”, reconoce nuestro autor. El pensamiento agradece a la aporía su nacimiento y a la vez reniega de ella en la medida en que se sabe conexión incierta entre oscuras verdades. De ahí el nacimiento inevitable de la contradicción: “El padecimiento está en el pensamiento”. El aforismo es en este autor un lugar de orfandad metafísica, que no obstante es la garantía de su ser.
Orfandad como garantía de ser, incertidumbre como materia propia del ser y del pensar. Tal es, quizás, el lugar desde el que piensan -y habitan- seres como Lanús y Porchía, en un diálogo -¿monólogo?- con las estrellas. “Me sostengo donde nada se sostiene”, dice el argentino; el hogar es el único lugar donde no es posible pensar el hogar. Este exilio metafísico, enclavado sobre la incertidumbre epistemológica que lo caracteriza, no es sin embargo obstáculo para una serena y profunda meditación que tiene por resultado una sabiduría privilegio solo de seres como Porchia. Es gracias a esta sabiduría que Lanús puede decir cosas como ésta: “Muy pocos conocen su propio bien, pero casi todos reclaman el bien común”. Y que cuando ha de dictaminar sobre las cosas temporales de este mundo, no tiene remilgos en hacerlo: “La parte de la humanidad que no conoce el hambre tiene en su poder la pobreza del mundo”.
¿Será entonces que incluso en esas “astillas” que son estos fragmentos no solo hay pobreza y austeridad -como en Porchia- sino también destellos de sabiduría, auténticas síntesis en miniatura de vastos conocimientos? Pero con esta pregunta, ¿no cerramos el círculo con el que comenzamos? ¿No estamos como al principio? Quizás habrá que decir que cada vez que nos sumergimos en este género -y sobre todo en la forma en la que lo trabajan Porchia y Lanús- es el abismo el que se presenta ante nosotros. Abismo que no falta en Lanús a lo largo de su obra, abismo que es la savia en la que bebe su sabiduría: “Nos fundimos en un abismo. Para no caer”. Pero por ser indefinición, el abismo es también esperanza e inicio perpetuo. Donde no hay límites, no debe haber tampoco resignación. La voz que “emerge como fragmentos”, al decir de Lanús, es siempre una voz renacida, una promesa de voz indeterminada en el tiempo. ¿Quién es entonces nuestro autor? Él mismo nos responde: “Qué decir de mí... salvo que estoy partiendo”. El inicio perpetuo es esperanza.
NEILA Y LA ESCRITURA FRAGMENTARIA
Pensamientos de intemperie constituye una excelente ocasión para constatar que el género aforístico en España está en buenas manos, y se encuentra muy lejos de ceder a los cantos de sirena de la facilidad y el ingenio barato, proporcionándonos por el contrario numerosas ocasiones para el deleite intelectual, estético y moral. No en vano, este libro no ha sido escrito en un rapto de la inspiración momentánea, sino que es una amplia y cuidadosa selección de los cuadernos que, durante años, ha ido escribiendo Neila, poseedor de un dominio de la técnica fragmentaria y profundor conocedor del género. El resultado debe calificarse de un completo acierto. LEER MÁS
ELOGIO DEL AFORISMO
Un aforismo puede ser una minúscula obra maestra. Cuando el humorista Lichtenberg apunta "Aquel hombre era tan inteligente que casi no servía para nada", hace una broma inolvidable. Al escribir el sutil Joubert "Cuando mis amigos son tuertos los miro de perfil", dice en pocas palabras algo admirable. El aforismo del cáustico Chamfort "Sé mi hermano o te mato", hace una crítica profunda a los excesos de la Revolución Francesa. Los aforismos en su brevedad demuestran la increíble fuerza de las palabras. LEER MÁS
Las sentencias literarias de Javier Aguirre le hacen una autopsia al sentido común, son juegos recomendados a la sinrazón que el ilustrador José Manuel Ubé sabe plasmar con maestría. Las palabras de Aguirre se funden con los collages de Ubé, y así se convierten de súbito en amantes imposibles, idénticos a aquéllos que en los libros viejos están condenados a sacarse los ojos y a llorar más tarde sobre la almohada. No se pueden leer estas Latripatías a ciegas, no se pueden observar sin que te asalten las ganas de recitar. La obra forma un todo, los sentidos se funden y agrandan, la vida se pone del revés cuando te detienes un momento a pensar en nada. Un libro, en definitiva, para locos que están hartos de creerse cuerdos. LEER MÁS
BLANCHOT Y EL AFORISMO COMO ALIANZA
Según Blanchot, el aforismo obliga al lenguaje a traicionar la tiranía de la conciencia y a erigirse él mismo como objeto puro del pensamiento, como existencia autónoma de las palabras. Más aún: el aforismo conserva la fuerza esencial de la experiencia sólo porque suscita en las palabras un movimiento reflejo que, a su manera, rinde un homenaje (póstumo, eso sí) a la simultaneidad de esta experiencia. El aforismo no trata de traducir en palabras la experiencia, sino al contrario, pretende suscitar de las palabras una forma de vivencia original y, al mismo tiempo, absolutamente monstruosa: la de la catástrofe del lenguaje, el cual ha renunciado a dar cuenta del mundo y trata, a cambio, de construirlo (pieza a pieza) de nuevo. LEER MÁS
FRAGMENTO VS. AFORISMO
El aforismo o el axioma defienden la inmediatez del objeto del conocimiento ante la conciencia (aunque su naturaleza sea oscura, como en Heráclito); la del fragmento establece una dificultad apriorística en la capacidad del sujeto por aprehender el objeto. La diferencia estriba en el verbo ser. Desde el punto de vista del conocimiento, el aforismo trata con la realidad de forma directa, conformando su idea previa de que existe un contacto inmediato entre el objeto de conocimiento y el sujeto que lo aprehende; mientras que el fragmento, indirecto, incompleto y dubitativo, oscila con respecto de la posición del sujeto ante su objeto. LEER MÁS