José Luis Trullo.- En un maravilloso texto dedicado a la poesía de René Char, e incluido posteriormente en La parte del fuego (1949), Maurice Blanchot define el aforismo con las palabras exactas que a mí faltan: "Alianza de un lenguaje durable con una suma extrema de cosas oídas, vividas, poseídas instantáneamente; lentitud de un ritmo plano y de una sintaxis estable que transmite los momentos más específicos, los contactos más variados, el mayor número de presencias y una infinitud simultánea de impresiones sucesivas, emblema de la totalidad de las metamorfosis".

Esta configuración contradictoria del aforismo (que recoge una serie de percepciones caóticas en una expresión concentrada y rítmica) la emparenta con todo un abanico de formas literarias, de las que veremos enseguida que se separa por un hecho primordial: su carácter de acontecimiento puro del pensamiento, de apoteosis del lenguaje.
Formas breves y concisas ha habido muchas, a lo largo de la historia de la literatura; sin embargo, ninguna de ellas posee la unicidad del aforismo para proponerse un objeto más allá del lenguaje. La sentencia, por ejemplo, contiene siempre una enseñanza moral; el epigrama, por su parte, cumple una función poética precisa, ya sea lírica, fúnebre o satírica, lejos de cualquier otra pretensión. El aforismo comparte con todas ellas el hecho de exponer una idea completa pero sintética, válida absolutamente por sí misma y que no tiene necesidad de exposiciones ulteriores que aclaren su sentido.
Sin embargo, el aforismo se sitúa en un plano del lenguaje de otra calidad: como expresión esencial de un tejido de experiencias únicas, impensables en su simultaneidad, abre un agujero dentro de las palabras para introducir en ella un sentido ausente, el cual contradice al fin y al cabo la función comunicativa del lenguaje común. No podría ser de otra manera, pues la experiencia de la "infinitud simultánea de impresiones sucesivas" no tiene cabida como tal dentro del lenguaje común, que sirve a la conciencia en sus exigencias de linealidad y referencialidad. El aforismo, en este sentido, escribe en tinta invisible la huella de una vivencia incomunicable: la simultaneidad es una noción completamente inconcebible para la conciencia, que desde Kant sabe perfectamente que precisa del tiempo y del espacio para hacerse una idea cabal de las cosas.
El aforismo, pues, obliga al lenguaje a traicionar la tiranía de la conciencia y a erigirse él mismo como objeto puro del pensamiento, como existencia autónoma de las palabras. Más aún: el aforismo conserva la fuerza esencial de la experiencia sólo porque suscita en las palabras un movimiento reflejo que, a su manera, rinde un homenaje (póstumo, eso sí) a la simultaneidad de esta experiencia. El aforismo no trata de traducir en palabras la experiencia, sino al contrario, pretende suscitar de las palabras una forma de vivencia original y, al mismo tiempo, absolutamente monstruosa: la de la catástrofe del lenguaje, el cual ha renunciado a dar cuenta del mundo y trata, a cambio, de construirlo (pieza a pieza) de nuevo.

El compromiso de fidelidad que se proponen mantener los signatarios de la alianza produce así el reconocimiento explícito de la imposibilidad de fundirlos en una sola cosa (que es lo que querrían los místicos, al prescindir del lenguaje, y los esteticistas, al prescindir de la experiencia). El aforismo es precisamente el pacto de sangre que mantiene el equilibrio esencial entre la experiencia (infinitud simultánea e impensable) y el lenguaje (realización histórica y social de la unidad): expresando en formas lingüísticas algo esencial, nos priva de la plenitud que él mismo anuncia (una disolución en la unidad que resulta impracticable). Como si obedeciera a la prohibición fundamental que le impide pronunciar la palabra definitiva, el aforismo parece prometer una clausura que nunca acaba de llegar, la solución a un enigma que no podemos resolver.
Quizás por eso la lectura de aforismos nos provoca una corriente contradictoria de agradecimiento y de frustración.