Fragmento vs. aforismo

David Carril.- Cuando Nietzsche se propuso demoler los fundamentos de la civilización occidental, no debió encontrar un mejor arma literaria en su momento que el aforismo. El aforismo se convierte, con Nietzsche, en un potente martillo que le viene al pelo para su misión destructiva; no se podría filosofar “a martillazos” sin esta flecha hiriente, que en manos del prometedor pastor alemán devenido luego apátrida universal, es una flecha no exenta del poder de la pólvora y la ira del cóctel molotov: “el que hoy más se ríe, será también el que más se ría al final”. Aunque al final Nietzsche no se rió demasiado, a juzgar por el deterioro de su mente a partir de 1890, supo hacernos reflexionar sobre el poder de la frase contundente, del axioma que cala en el cerebro y guarda un contenido inmenso bajo la apariencia ascética de las palabras breves. En el éxito del aforismo se conjugan muchas circunstancias, como por ejemplo la capacidad de sintetizar en breve una enseñanza, pero también otras menos aparentes como por ejemplo la audacia que representa hablar en términos tajantes. Términos que no pueden prescindir de la utilización peligrosa de un verbo todopoderoso: el verbo ser.

No por casualidad este verbo sedujo a Heidegger. Cuando se utiliza el “ser”, la impresión primera es la de acceder a un contacto directo, especial y privilegiado con la cosa-en-sí. La cosa “es”, esto “es”: la embriaguez del verbo nos lleva de inmediato a aquel lugar en el que Heidegger creyó que los griegos habían visto el mundo desnudo, el mundo en su realidad inmediata, no modificada por la falsa percepción de la razón objetivante. En realidad, la falsa percepción es muy otra: la de creer que al pronunciar la palabra mágica -verdadera piedra filosofal de la lingüística- el ente se aparece en su mayor profundidad; o bien, la de que aquel que pronuncia el hechizo, está de inmediato en contacto con Lo Real. Esta es la razón, pienso, por la que poetas como Georg Trakl o Rilke llegan a fascinar a Heidegger: Trakl utiliza continuamente descripciones en forma de aseveraciones afirmativas contundentes; Rilke afirma tajantemente que lo bello no es nada más que el comienzo de lo terrible. El paso de la lírica a la ontología es muy fino; tan fino como simplemente tener el coraje de pronunciar la palabra mágica. Este tipo de hechizo, que convierte al lírico en el ontólogo, es el que ha permitido también, a través de las corrientes de pensamiento filosófico francés, convertir a un mero crítico de la cultura como Nietzsche en un inusual pensador metafísico. El hechizo no solo nos transporta de inmediato ante la cosa en sí; también nos convierte a nosotros mismos en los chamanes, los iluminados y privilegiados que por este mismo hecho pueden recolectar mareas de súbditos y adoradores.

Pero nos alejamos de nuestro tema. En efecto, parte del hechizo del aforismo obedece a esta audacia del escritor, merecedora por sí misma de sorna o de adoración. Lo segundo es más usual. La utilización del verbo Ser, por otra parte, nos conduce a las cimas de la sabiduría. Sin embargo, la mayor parte de los escritores de aforismos tampoco han sido considerados como dioses; ellos más bien partían de la pequeña observación, de la circunstancia única, de su sumisión a la teología del instante. Escritores como Lichtenberg o Canetti no podrían nunca usurpar los dominios de la Metafísica. Pero ello era más bien porque nunca utilizaron sus armas con objetivos filosóficos sistemáticos. Preferían lo divergente, el conocimiento “lateral”, como dice Canetti. No venían de la academia, no pretendían hablar sobre cosas definitivas. Sin embargo, en cierto modo la utilización elegida de su forma de expresión les llevaba, sin saberlo, a posiciones de enunciación expresa inevitable. El propio género lleva la asunción de cierta solemnidad, ante la que anunciar conscientemente la humildad solo puede derivar de una actitud ingenua o cínica.

Y es que es aquí donde llegamos al centro del problema, a saber: que toda utilización apriorística de un género cualquiera supone de hecho una posición epistémica hipotética ante el objeto de la realidad. En otras palabras, de la utilización concreta de un género literario, se puede deducir una forma de comprender el conocimiento, de situarse ante el objeto de conocimiento, y del papel que tiene el objeto en relación con el sujeto que trata de aprehenderlo. Teniendo en cuenta esta primera afirmación, podemos diferenciar elaforismo y el fragmento, como dos posiciones divergentes ante la cuestión del conocimiento.

Es sabido que Nietzsche, uno de los grandes del género, practicó ambos. También Wittgenstein. El autor austríaco utiliza primero el aforismo -en el Tractatus- y luego el fragmento, a partir de las Investigaciones Filosóficas-. No es casualidad. El primer Wittgenstein es un joven audaz, arrojado, que cree poder partir en dos la realidad -por su parte, Nietzsche dijo algo similar de forma expresa- establecer la última palabra, la palabra definitiva, sobre lo que puede ser dicho y lo que no puede ser dicho. El aforismo viene aquí al pelo: el axioma, la norma, como las tablas de la ley mosaicas, son breves, concisas, establecen la claridad del horizonte teórico, dividen, erigen campos de concentración semánticos y ordenan lo real. El que busca la claridad no puede sustraerse a esta tentación; quien teme la locura -como el propio Wittgenstein- exige de continuo una verdad clara, precisa, en suma, una verdad analítica. El lenguaje de la lógica y de las matemáticas confluyen en aserciones lingüísticas desarmables y siempre a la mano de una buena herramienta lógica. El mayor escudo contra la locura y la neurosis es la claridad evidente de la lógica.

El caso de Wittgenstein es especialmente útil para nuestro tema. Porque el llamado “segundo” Wittgenstein, como se sabe, está ya algo lejos de la audacia de su primer libro. Su alejamiento temporal de la filosofía, su amistad con Pierro Sraffa, y su acercamiento por otra parte al trabajo manual, quizás le dieron una versión no tan totalitaria de la realidad del mundo, una versión tanto más pragmática cuanto más relativista, que se refleja muy bien sobre todo en su último manuscrito, Sobre la certeza. Aquí ya no hay ni rastro de aforismos, excepto quizás uno que en forma aforística guarda como la cáscara de una nuez su contradicción fundamental: "en el fundamento de la creencia bien fundamentada, se encuentra la creencia sin fundamentos". Si examinamos la forma literaria utilizada a lo largo de este ensayo y sobre todo a partir de las Investigaciones, nos encontramos el fragmento herido, sin definición última, el pedazo desgarrado de pensamiento que no tiene miedo a los puntos suspensivos, a la indefinición, al relativismo...la presentación del fragmento es la de la humildad; la del aforismo, la de la radicalidad que informa el orgullo.

Desde luego, no se trata sólo de una actitud intelectual o espiritual, sino sobre todo, de una actitud ante el conocimiento: el aforismo o el axioma defienden la inmediatez del objeto del conocimiento ante la conciencia (aunque su naturaleza sea oscura, como en Heráclito); la del fragmento establece una dificultad apriorística en la capacidad del sujeto por aprehender el objeto. La diferencia, nuevamente, estriba en el verbo ser. Desde el punto de vista del conocimiento, podríamos concluir, aunque sea solo a modo de concesión temporal, que el aforismo trata con la realidad de forma directa, conformando su idea previa de que existe un contacto directo entre el objeto de conocimiento y el sujeto que lo aprehende; mientras que el fragmento, indirecto, incompleto y dubitativo, oscila con respecto de la posición del sujeto ante su objeto. El caso de Wittgenstein podría servir como ejemplo, dado que su escritura se transforma en la medida en que sus creencias con respecto del objeto del conocimiento se modifican. Y, por cierto, en la misma dirección.

Sea como sea, es verdad también que la elección de un género es una cuestión de preferencias, sobre todo, cuando se trata de escritores. Lo que hemos dicho de Wittgenstein o de Nietzsche quizás no sea tan exacto como con Canetti o Lichtenberg. Estos últimos destacaban la estética sobre el conocimiento; su objeto no era tanto establecer la veracidad de ese tinglado epistemológico que representa el filósofo con respecto de la realidad, como la creación misma de realidad, la belleza de la palabra o del acontecimiento único. En todo ello no había tanta seriedad filosófica como juego, y esto, desde luego, sin desmerecer la relevante categoría de juego.

En suma, nuestras investigaciones nos indican que esta distinción entre aforismo y fragmento es, en último término, válida para la escritura filosófica, y no tanto para aquella escritura cuya misión última no es establecer las relaciones entre juicio y realidad. Aunque debemos decir que esta aserción oculta una íntima ingenuidad. Quizás aquella que aún considera que el objeto de la filosofía es más “real” acaso que el objeto estético de la literatura. Creer esto es en el fondo una ingenuidad, por las mismas razones -me parece- por las que el verbo “Ser” ha seducido a poetas y a filósofos, trasladándolos a Olimpos imaginarios donde la Verdad comparece, en su absoluta desnudez, ante el individuo frágil y evanescente.