Nicolás Gómez Dávila: el reaccionario que devino actual

David Carril.- Quien se enfrenta por vez primera a Nicolás Gómez Dávila debe sentir algo parecido a lo que siente el muchacho díscolo en el colegio ante el severo maestro que le reprende a causa de su ignorancia. Pero esto es solo la primera impresión: el severo moralista que parece fulminarnos con su vasta erudición esconde también un auténtico esteta y un fino degustador del arte. Las incursiones que nuestro autor realiza en los dominios de la literatura no son menos que las que hace en el de la moral. Y es que en la obra de este colombiano -aristócrata, marginal, pensador antiacadémico- quizás una cosa esté relacionada de forma íntima con la otra: la belleza como moral -o como signo de moral-, la moral como otra manifestación del espíritu elevado: "El esnobismo literario es imprescindible virtud". Gómez Dávila no reniega de su pertenencia a un mundo muerto, superado por la nivelación del espíritu y el desarrollo de la ciencia y la democracia. Productos ambos que Gómez Dávila rechaza desde un conservadurismo que no se esconde pero que -no hay que olvidar- ha sido remodelado e influido en cierto sentido por el propio mundo moderno.

Nuestro autor no tiene dudas al respecto: la modernidad la inventó el mismísimo Diablo. Toda su obra surge como reacción a esa modernidad ilustrada y progresista, demócrata y niveladora, aburrida en el arte y fea en la moral: "Más que la inmoralidad del mundo actual, es su fealdad creciente la que invita a soñar en un claustro". Como decíamos, la obra de Dávila no es impermeable a los complejos senderos de la modernidad y sus secuelas contemporáneas. No por casualidad no es la suya una obra destilada en grandes manuales escolásticos, sino que está impregnada del espíritu que, desde Chamfort hasta Nietzsche, hace confiar en el aforismo y el fragmento como promesa de una razón que pretende saltar por encima de las tediosas mediaciones de la argumentación y el pensamiento “claro y distinto” que propugnaba ya Descartes. No hay que picar en el anzuelo que Dávila nos pone como si él mismo hubiera brotado de repente de la sociedad estamental y, con los mismos planteamientos que los filósofos medievales, constatara la pérdida de su mundo amado. En toda su obra hay destellos contemporáneos que impregnan cada frase, cada aliento cargado de honda poesía: "El único placer puro es el hallazgo de la idea". Como tendremos ocasión de recordar, y como ya señalamos al principio, el fin moral y el fin estético se superponen en la obra de este curioso reaccionario.

Pero volvamos a lo último: claro que hay una modernidad atravesada en la obra de Dávila. O, más que una modernidad, las consecuencias últimas de esa modernidad, es decir, la llamada postmodernidad: ¿Hacia dónde va el mundo? Hacia la misma transitoriedad de la que viene. En Dávila están Heidegger y su alegato contra la ciencia y el modo de pensar científico, la apelación a un entendimiento que rescate a Dios de sus cenizas como otro modo de pensar la racionalidad y el sentido último del hombre , así como una clara comprensión del nihilismo, cuya propagación corre a cargo de la modernidad y de su bastión elemental: el mundo burgués. Y es precisamente en relación con este ataque hacia la burguesía que el pensamiento del reaccionario puede encontrar, de forma paradójica, puntos de entronque con un pensamiento crítico de izquierda que por definición es pasto también de la crítica gómez-daviliana. El mundo burgués -su ideología, su forma de comprender la política y la sociedad, su moral y su anticlericalismo- están en el centro de la diana de los ataques del colombiano.

Cabe recordar aquí los análisis que de Goethe y Schiller realizaba ya el olvidado Lukács cuando afirmaba que en el centro de la colaboración de los dos grandes alemanes se encontraba el intento de crear un arte clásico burgués. Para Lukács, tanto en la obra de Balzac como en el Fausto y el Wilhelm Meister de Goethe se configuraban “toda la problemática y toda la fealdad antiartística de la vida moderna, en un intento por superar de forma artística esta problemática precisamente por el procedimiento de aceptarla hasta las últimas consecuencias”. Pues bien, ante el abismo que implica el “desencantamiento” weberiano del mundo, ante la emergencia de una nueva escala de valores que parece abatir todo lo grande y bello, en el filisteísmo tantas veces descrito -desde Lichtenberg a Nietzsche- característico del mundo burgúes, Goethe y Schiller intentan posiciones conciliadoras, pero Gómez Dávila, conocedor ya del nihilismo como última consecuencia de la modernidad, simplemente se retira, desplazándose hacia un pasado imposible que niega los descubrimientos básicos de ese mundo moderno y se refugia en la reacción, en todo aquello que la ciencia y el progreso han colocado en la picota por oscuro y reaccionario.

De este modo, Gómez Dávila “rescata” todos los fantasmas que la más ingenua de las progresías querría haber arrojado por la borda hace siglos. Dios, la fe, los antiguos valores, el elitismo intelectual y otras cuantas cosas de este calibre desfilan a través de las incendiarias páginas de Gómez Dávila. Ahora bien, ¿era Dávila un cínico? ¿Se reía en el fondo de sus propios presupuestos o los afirmaba con la tenacidad del fanático? Lo cierto es que Dávila conocía muy bien la deriva de una cultura que, tras los estragos del siglo XX, ya no podía conformarse con el lujo de seguir confiando ciegamente en el progreso y en el futuro: "El futuro pertenece a la coca cola y la pornografía". Solo la lectura atenta de este pensador irreverente podrá deslindar el cinismo y la exigencia más honesta de profundidad y coherencia. Pero eso cabe dejarlo al juicio del lector.

En el hecho de que la obra de Gómez Dávila haya supuesto un hallazgo de importancia intelectual en un tiempo secular como el nuestro, hay que ver -reconociendo de antemano el propio talento del autor- el destino de una cultura y una civilización que ha roto con el sentido de progresividad y coherencia que se le supone a su propia historia. De tal modo es esto así, que nos resulta relevante y esclarecedora la aportación sui generis de un hombre que rompe radicalmente con los supuestos que fundamentan el pensamiento de la modernidad -democracia, progreso, secularización- para sostener un modo de pensar propio y a la vez extemporáneo, desde la triple condición que implica su posición social -aristocrática en un mundo ya plenamente democrático-, su patria -ajena a los grandes centros intelectuales de la cultura occidental- y su desvinculación académica, favorecida por su autodidactismo. Tres puntales que definen la marginalidad de nuestro autor. Que hoy podamos dar crédito a este pensamiento es una prueba de la desestructuración identitaria que afecta a nuestro mundo, confusión en este caso de consecuencias enriquecedoras.

Lo interesante de Gómez Dávila es que es capaz de recoger el testigo de esta crisis y no limitarse a representar la consecuencia meramente intelectual de una época fragmentada de nuestra historia, sino que elabora con el material espiritual que se desprende de ella una obra de madurez intelectual y autonomía estética. Pues no olvidemos que Gómez Dávila, además de filósofo y pensador particularísimo, es ante todo un poeta, un lírico que busca sobre todas las cosas ese valor que la civilización burguesa ha rechazado y que él reivindica, como máxima síntesis de su pensamiento: la belleza.



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