¿Quién cree al escéptico?


José Luis Trullo.- Según un diagnóstico muy repetido, aunque no por ello incierto, la Modernidad es una modalidad cultural caracterizada por el recelo: todo para ella es sospechoso de servir a un fin espurio, susceptible de ser desenmascarado y sacadas a la luz sus falacias constitutivas.

En este orden de cosas, la Ilustración sería la responsable de "arrojar luz" sobre las tinieblas que se habrían cernido sobre la humanidad a lo largo de su historia, asumiendo la tarea de rectificar las erradas sendas por las que habría transitado y colocándola en el buen camino: el señalado por ella, obvia decir. La ciencia (y su brazo práctico: la técnica) sería el instrumento adecuado para guiar a la especie hacia su pleno desarrollo, liberada por fin del yugo del mito y la religión.

Ni que decir tiene que esta autocomprensión del sujeto moderno como un ente ajeno a la contaminación de lo irracional pronto se resquebrajaría (es más, el romanticismo surgiría de manera prácticamente simultánea a la cristalización del proyecto ilustrado: no en vano, los románticos alemanes creyeron ver en la Crítica del juicio kantiana un aval para sus tesis), desembocando dicho proceso de autodeconstrucción progresiva en las investigaciones freudianas y su definitiva clausura del sueño de una razón autónoma y dueña absoluta de sí misma.

La cura de humildad a la que la llamada filosofía de la sospecha sometió el proyecto ilustrado, sin embargo, no ha pasado del ámbito académico, de manera que en la sociedad actual sigue vigente la convicción de que la humanidad es la única propietaria de su destino, y aún más: del futuro del planeta en su conjunto. Concomitante con este delirio omnipotente, el perfil del sujeto moderno como disipador de brumas, inquisidor de patrañas y desfacedor de supercherías sigue vivo bajo el aspecto de profesores, periodistas y opinadores que, apelando a un vago programa de clarificación conceptual, someterían los "mitos" legados por la tradición a una demoledora pulverización salutífera. "¡Atreveos a pensar... conmigo!", parece ser la divisa: heredero del antiguo predicador, el cirujano posmoderno se eleva por encima de los bárbaros siglos que le preceden para destripar y mostrar, indefectiblemente, su vaciedad intrínseca, su carácter ilusorio, su falsedad.

Y es que, si algo tiene muy claro el aséptico escéptico actual, es su confianza ilimitada en su propia capacidad para detectar y abatir las limitaciones... ajenas. A sus ojos, su discernimiento resulta omnisciente, preclaro y, sobre todo, exento... ¡prácticamente puro! Nada escapa a su ojo clínico. Armada con el bisturí de la crítica implacable, la razón escéptica hace gala, irónicamente, de una fe absoluta... en sí misma. ¡Y todo ello, a pesar de que ya se le ha informado de que ella, también, está sometida al capricho, el prejuicio y la arbitrariedad! No importa: este moderno tardío (y algo senil) que es el desenmascarador justiciero, no tiene otra meta que proseguir con la ímproba tarea de arrasar con todos y cada uno de los referentes culturales que han sostenido a la humanidad a lo largo de los siglos. Es la suya casi una pulsión homicida: ¡no quiere prisioneros! La hercúlea tarea del escéptico posmoderno asume el aspecto, casi, de un progromo.

La duda que a uno le asalta es por qué debemos aceptar que el azote de mitos detenta, como él quiere hacernos creer, una virtualidad analítica que se nos escaparía al resto de los mortales. Ya no es que el calado moral de su misión libertadora se nos antoje misérrimo (un saber cuya vocación reside en refutar las verdades que han sustentado a cientos de generaciones a lo largo de los siglos no puede ser antropológicamente admisible): es que ni siquiera creo que esté en manos de ningún ser humano poder acometerla con garantías de éxito. ¡Cuánta soberbia supura esa creencia del escéptico en sus propias capacidades para abrirse paso, a machetazos, entre la jungla de creencias y convicciones seculares! ¡Qué narcisista, acrítico, y aun pueril, amor por sí mismo!

No, yo no creo al escéptico. Soy demasiado falible para confiar en mí mismo, como para hacerlo en alguien que pretende decirme que todo cuanto nos ha traído hasta aquí estaba equivocado. Ningún ser humano está capacitado para evaluar, procesar y juzgar la historia de la humanidad entera, por muy ilustrado que se crea. Como mucho, a la mejor Modernidad -la liberal- se le podría conceder el derecho a plantear vías para mejorar nuestra convivencia como individuos (y en ello sí que hay que reconocerle grandes aportaciones). Pero en el orden epistemológico, desde luego que no estoy dispuesto a admitir ni una sola de sus pretensiones. Menos aún cuando se presenta como avalada de un aura de inatacabilidad que sólo puede moverme a risa... cuando no a compasión.





EL TIRANO ANTE EL ESPEJO

Según el autor de este artículo, "los tiranos de todos los tiempos (y no me refiero sólo a los personajes infaustos, sino también a las masas enardecidas) sólo tienen una idea en mente: que el mundo entero les devuelva, impoluto, su reflejo. Por ello, antes que cualquier otra cosa, en cuanto acceden al poder se esmeran en abatir las estatuas de los déspotas que les precedieron: ellos deben ser los únicos ídolos dignos de adoración. Además, reescriben la historia para que les brinde la imagen que tienen de sí mismos: como mesías salvadores que restauran el orden perdido, y devuelven las aguas de la caótica realidad al cauce de la horma correcta. Rotulan las calles, borran los rastros (y los rostros) de las fotografías oficiales, enmiendan la plana a los cronistas y, si es preciso, ¡a los científicos!"


 PSICOPATOLOGÍA Y PODER ABSOLUTO

Miguel Catalán reflexiona sobre la relación inversa entre sensibilidad moral y dominio político que explica el vínculo entre psicopatía y poder absoluto. "Sólo la eficacia política de la falta de miramientos esclarece el hecho de que a lo largo de la historia hayan regido las naciones más poderosas mentes de perfil psicopático ayunas de empatía por el sufrimiento de sus semejantes e indiferentes a la suerte no ya de los pueblos vecinos, sino del suyo propio. Ello se debe a que para alcanzar la máxima potestad en un gran territorio suele ser rentable la concertación de la mayor falta de escrúpulos con la astucia más sutil".


EL LIBRO COMO ALTAR PORTÁTIL

Que la nuestra sea una época que le ha dado la espalda a los libros (a despecho de que, gracias a la impresión digital bajo demanda, hoy se publican más títulos que nunca: en España, más de ¡80.000! cada año) acrecienta nuestro estupor ante lo que significaron, en términos no sólo de conocimiento, sino ante todo vivenciales, para las personas de otros tiempos. Pasma saber que, para ellas, poseer un libro, aunque se tratase de un humilde devocionario en el que se recogieran las oraciones que se debían entonar todos los días, lejos de significar una práctica mundana, incluso banal, se revestía de una auténtica dimensión mística, trascendente. Es por ello que, en cierta ocasión, he llegado a hablar del libro como altar portátil.

ROBERTO JUARROZ:
LA CREACIÓN DE UNA NUEVA PALABRA


El poeta argentino Roberto Juarroz (Coronel Dorrego,1925, Temperley, Buenos Aires,1995) constituye un ejemplo perfecto de escritor autoconsciente de sí mismo y de la tarea acometida en su obra, hasta el punto de que, excepto algunos, no muchos, poemas, el grueso de su producción se agrupa bajo el título “Poesía Vertical”, formada por trece volúmenes publicados en vida, más otro último, póstumo, y algunos poemas posteriores sueltos. Así, esa única obra, desplegada en sucesivas entregas, como ramas salidas de un único tronco y de una sola tierra nutricia, puede entenderse como una sucesiva profundización de unos pocos temas que la recorren y vertebran por entero, o quizá mejor dicho, de uno solo, con varios rostros: el sentido de la creación poética; la función del poeta y su palabra; la posibilidad de una experiencia poética omnicomprensiva de la Realidad. LEER MÁS


LA POESÍA CUÁNTICA DE BASARAB NICOLESCU

En este denso y atento análisis de los Teoremas poéticos del físico rumano, se define al ser humano como un buscador del sentido profundo por debajo de la apariencia contradictoria de la presencia-ausencia de las cosas. Y es que no es sino en la experiencia interior donde el sentido nace. De esta forma, los poetas, “que usan las palabras como objeto de investigación de lo que está más allá de las palabras”, serían los “físicos del sentido”, aquellos que se mueven en el ámbito omniabarcante de la lógica ternaria del tercero incluido. LEER MÁS


ADIÓS A LAS LIBRERÍAS

Decenas, cientos de autores de referencia, cuya solvencia está fuera de toda duda, no encuentran acomodo en las librerías del siglo XXI. Sin embargo, miles de alfeñiques literarios acaparan toda la atención de unos lectores que, eso sí, se verán a sí mismos como detentores de una alta capacidad crítica, pues... ¡están al día! La actualidad lo devora todo en el altar del instante; no hay tiempo para emplear lo que se lee en madurar un pensamiento propio, en entablar una relación dialéctica con lo leído: hay que leer mucho y rápido, opinar a bote pronto y pasar a toda velocidad al próximo título, ¡la farsa debe continuar! LEER MÁS


KAFKA: LA CONDENA DE SER ACUSADO

En un sentido profundo, el dedo que acusó forma parte de la mano que castiga. O, dicho a la inversa, el índice que aprieta el gatillo es el mismo que antes señaló la pieza. El vínculo entre la hostilidad de la acusación, la vergüenza que siente el señalado, el sentimiento íntimo de culpa y el castigo exterior ha sido expuesto por Franz Kafka a la cruda luz de su escritorio.  El nexo que advirtió Kafka entre la acusación y la condena se reduce al más simple de los enunciados posibles: la condena consiste en la acusación. Esa equiparación entre acusación pública y condena revela el significado social de la acción de acusar en voz alta o por escrito que cualquier grupo emprende contra uno de sus miembros. LEER MÁS