Kafka: la condena de ser acusado


Miguel Catalán.- En un sentido profundo, el dedo que acusó forma parte de la mano que castiga. O, dicho a la inversa, el índice que aprieta el gatillo es el mismo que antes señaló la pieza.

El vínculo entre la hostilidad de la acusación, la vergüenza que siente el señalado, el sentimiento íntimo de culpa y el castigo exterior ha sido expuesto por Franz Kafka a la cruda luz de su escritorio. Las próximas páginas pretenden desentrañar la red de relaciones que tiende la obra del escritor checo entre el rumor acusatorio y el fallo condenatorio.

El nexo que advirtió Kafka entre la acusación y la condena se reduce al más simple de los enunciados posibles: la condena consiste en la acusación.

Esa equiparación entre acusación pública y condena revela el significado social de la acción de acusar en voz alta o por escrito que cualquier grupo emprende contra uno de sus miembros. Que al final de El proceso resulte que la condena del protagonista tuvo lugar en el momento mismo de incoarse el procedimiento no obedece a una mera hipérbole y menos a una fantasía literaria, sino a la percepción de una realidad antropológica que voy a intentar resumir en las siguientes líneas.

Aun cuando la regla jurídica del moderno Occidente se expresa  con claridad en el derecho romano, el cual establece que el demandado debe ser absuelto si el demandante no prueba su denuncia (actore non probante, reus est absolvendus), durante largos periodos de nuestro pasado y aún hoy en otras culturas, la carga de la prueba u onus probandi ha corrido a cargo del acusado o bien se ha repartido entre acusado y acusador. Así sucedió siempre en la esfera moral, pero también con frecuencia en la jurídica, como nos advierten los historiadores del derecho. John Gilissen ha mostrado que en las sociedades arcaicas la carga de la prueba recaía con frecuencia sobre el imputado, el cual sólo podía evitar la condena demostrando su inocencia. Otro estudioso de la prueba, Raoul van Caenegem, indica que la renuncia al examen crítico de las informaciones que el juez pudiera reunir ha sido habitual en numerosos pueblos antiguos y primitivo . Y no sólo eso. Tras la barbarización de Occidente en el siglo V y hasta los siglos XII-XIII, la carga de la prueba solía recaer también en Europa sobre el denunciado. Era este quien debía “purgar la acusación” sometiéndose a pruebas no racionales con frecuencia tendentes a producir la condena. Así ocurría en la ordalía o juicio de Dios. He aquí algunas de las fórmulas del Iudicium Dei: por ordalía unilateral entre el acusado y la divinidad, los ministros de la justicia lanzaban al acusado a un río y Dios decidía si debía ahogarse o ganar la orilla; por ordalía bilateral con Dios por medio, acusado y acusador echaban un pulso y el Señor daba a torcer uno de los dos brazos; en ocasiones, el acusado se reconocía culpable por el mero hecho de negarse a prestar juramento.  Estos juicios de Dios que se celebraron a menudo en el interior de los templos y contaron con la aprobación de los papas y de padres de la Iglesia como San Agustín terminarían cruzando los umbrales de la Edad Moderna.

Así, la “prueba del cadáver” por la cual el sospechoso de un asesinato tenía que tocar el cadáver de la víctima y Dios lo hacía sangrar como prueba de culpabilidad ha llegado en Suiza y Alemania hasta el siglo XVI , época que también presenció los últimos juicios por combate del derecho germánico. Por otra parte, el duelo con arma de fuego, una práctica legal aún en el siglo XX para resolver cuestiones de honor, no es otra cosa que una ordalía de combate en virtud de la cual Dios se ponía del lado del duelista más habilidoso con las armas. La razón del más fuerte ha quedado tradicionalmente corroborada, como un símbolo del vínculo inmemorial entre poder y derecho, por el supuesto ordálico según el cual Dios venía en ayuda del inocente transformándolo en vencedor. No debemos pasar por alto la semejanza de la prueba de la ordalía con la de la tortura, la cual también solía resolverse con la absolución del detenido más resistente y no del más sincero.

(Fragmento del libro de Miguel Catalán, Franz Kafka. La acusación como condena. Sequitur, Madrid, 2016).


 El Aforista


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