Psicopatía y poder absoluto


Publicamos un avance editorial del nuevo libro de Miguel Catalán, Mentira y poder político, de inminente aparición en la editorial Verbum. Tanto en sus obras de ensayo como de ficción, Catalán investiga la naturaleza humana desde una perspectiva que pudiéramos denominar indirecta o negativa a partir de un enfoque interdisciplinar de las ciencias humanas basada en su interés por el error, el engaño y la ilusión. Tras publicar el Diccionario de falsas creencias, el cual pone de relieve su interés por la dimensión cognitiva del prejuicio, su actividad filosófica se centra en torno a la construcción de un amplio tratado general sobre el engaño y la mentira titulado Seudología, en curso de publicación, del cual forma parte Mentira y poder político.

La relación inversa entre sensibilidad moral y dominio político explica el vínculo entre psicopatía y poder absoluto. Sólo la eficacia política de la falta de miramientos esclarece el hecho de que a lo largo de la historia hayan regido las naciones más poderosas mentes de perfil psicopático ayunas de empatía por el sufrimiento de sus semejantes e indiferentes a la suerte no ya de los pueblos vecinos, sino del suyo propio. Ello se debe a que para alcanzar la máxima potestad en un gran territorio suele ser rentable la concertación de la mayor falta de escrúpulos con la astucia más sutil. En la fórmula ideal de “mano de hierro en guante de seda”, ello implica por una parte conceder beneficios a quienes aún pueden resultar de utilidad y, por otra, matar (literal o, en su defecto, simbólicamente) a quienes ya sólo representan un obstáculo. Cuando se escucha en las grabaciones internas de la Casa Blanca cómo el presidente Nixon echa en cara a Henry Kissinger su incapacidad para “pensar a lo grande” por desestimar la idea presidencial de dejar caer una bomba atómica en Vietnam, el oyente no puede juzgar casual que sensibilidades inmunes al dolor causado hayan dirigido las grandes potencias en una proporción tan llamativa. La eficacia política de la agresividad en la lucha por la hegemonía de las grandes organizaciones en virtud de la cual las mentalidades dominantes son las que menos reservas tienen para servirse del prójimo, explica la selección inversa de las elites de mando. Al revisar la nómina de los jefes de Estado que han gobernado las mayores naciones e imperios se observa el acusado número de grandes criminales de tipo psicopático en comparación con cualquier otra profesión o desempeño social. Ello no puede extrañar, pues si el poder político es el poder en su máxima expresión, el asesinato es la forma más extrema o ideal de la utilización de los demás como un medio. En cierto sentido profundo, el poder es la capacidad de causar daño impunemente. Ya el unificador de China, Qin Shi Huang, fue descrito como un tigre que no sentía piedad ni compasión en una crónica que dejaba constancia de la masacre de compatriotas conocida como “El pozo de los sabios”.

De entonces para acá, de los emperadores romanos a los dictadores del último siglo y no pocos presidentes estadounidenses (de la augusta Pax Romana a la actual Pax Americana), la concentración de poder político de un hombre se encuentra en proporción directa a la cantidad de muertes que es capaz de producir sin perturbar su espíritu. Los millones de muertos anónimos en las minas, los talleres o las trincheras son sólo los medios necesarios para ofrecer en holocausto el sentimiento de dominio al propio yo divinizado que exigió su tributo primero en los palacios de las pequeñas repúblicas privadas, luego en los gabinetes ministeriales de los Estados, ahora en la industria del armamento pesado y en los bancos que financian créditos de guerra o hunden a los países menos desarrollados en la pobreza sin esperanza de la deuda perpetua. Elias Canetti ha personalizado este complejo del egoísmo ilimitado del poderoso que se nutre de sacrificios humanos en Muhammad Tughlak. Tras recibir unas cartas anónimas que lo injuriaban, este antiguo sultán de Delhi obligó a todos los habitantes de la capital a abandonarla. El castigo iba dirigido a la ciudad entera, pues tenía pensado reducirla a escombros. Cuando ciertos damnificados por el edicto se negaron a dejar sus casas, el sultán ordenó que dispararan a uno de ellos desde una catapulta para escarmiento general desde su carne hecha piedra. Tras la evacuación de la ciudad, Ibn Batuta refiere: “Una persona en quien tengo confianza me relató que el sultán subió una noche al techo de su palacio y miró toda Delhi, donde no se veía fuego, ni humo, ni luz alguna, y dijo: ‘Ahora mi corazón está sereno y mi cólera apaciguada’”(1). La concepción del poder absoluto como facultad de destrucción masiva aún tuvo un ejemplo mayor en la figura precolombina del Inca, emperador divinizado de América central que arrasaba el poblado natal de aquel súbdito que hubiera osado ofenderlo.(2)

Al margen del extremismo delirante al que suele conducir el poder absoluto, encontramos la egolatría y la crueldad insana en los estadistas con mucha mayor frecuencia que en el común. La burlesca lista de Lichtenberg aplicada a los poderosos de su época es fácilmente trasladable a cualquier otro tiempo y lugar:

“Es una conclusión obvia, que no se basa en una sola experiencia, que un gobernante es en la mayoría de los casos un mal hombre. El de Francia hace pasteles y engaña a muchachas honestas, el rey de España trocea liebres entre sonar de trompetas y atabales, el último rey de Polonia […] metió por el culo un fuelle a un bufón de cámara, el príncipe de Löwenstein no lamenta en un gran incendio más que la pérdida de su silla de montar, el duque de Württemberg es un loco […] la mayoría de los demás gobernantes de este mundo son tamborileros, furrieles, cazadores. Y estos son los más elevados entre los humanos; cómo puede ir el mundo siquiera tolerablemente; de qué sirven las instrucciones comerciales, las arts de s’enrichir par l’agriculture, los cabezas de familia, cuando un loco es el amo de todos y no reconoce por encima de él a nadie más que su necedad, su capricho, sus rameras y ayudas de cámara”(3).

_________

(1) Elias Canetti, Masa y poder, Barcelona: Muchnik Editores, 1981, pp. 425-426.
(2) Marvin Harris, Antropología cultural, Madrid: Alianza, 1990, p. 350.
(3) Georg Christoph Lichtenberg, Cuadernos I, Madrid: Hermida Editores, 2015, pp. 72-73.