El París absoluto de Baudelaire

José Luis Trullo.- Charles Baudelaire es el Nemo del alma moderna. Sus interminables viajes por las profundidades de su siglo, que se desarrollan tanto en los miradores de los bulevares como en el escritorio privado, se reflejan en poemas de imágenes originarias: el trasiego de las masas con sus trompicones y empujones, los habitantes de la noche –refugiados en los mundos de la marginación, como si se quisieran proteger de la luz–, la aparición fugaz de una mujer empapada de ideal y, gravitando por encima de todos, el poeta como espectador de una obra en la que no puede participar, porque es su autor. Con Baudelaire, las efusiones del yo lírico se transforma en visiones significativas del mundo escondido tras la costumbre y la conveniencia: y por eso, el París de Baudelaire es una ciudad mítica, un topos puramente espiritual, un pandemónium de fuerzas en movimiento que se contraponen y tratan de resolver el juego de tensiones que han creado las nuevas formas de lo social. Sin embargo, esta tensión –que calificaríamos de dialéctica, si no fuera porque nunca se llegan a resolver– es vivida, no con la angustia de quien quiere conciliar los polos opuestos, sino con el gozo por los contrastes de quien sufre en propia carne la escisión de la cultura moderna: escisión entre la determinación de la identidad personal y la indeterminación consustancial al mundo material, bien sea este próximo (el "más adentro" del sujeto silenciado por el carácter) o lejano (el "más allá" catalizado por el poeta en forma de paraíso artificial, de paseo entre las masas informes o de viaje inacabable fuera del mundo).

El París de Baudelaire es un territorio absoluto donde todo empieza y todo acaba, un grácil y eterno bucle que dibuja el itinerario donde los extremos se tocan, el cielo y el infierno, lo sublime del ideal y el tedio del spleen. Palabras que se escriben con tinta simpática, los poemas, cartas y artículos de Charles Baudelaire, y que podemos leer en clave en los "Tableaux Parisiens" de Las flores del mal, así como en ciertas composiciones de los Pequeños poemas en prosa.

En los "Cuadros parisinos" de Las flores del mal, Baudelaire se aventura a abandonar la paz diurna para adentrarse en un territorio desconocido y salvaje. Es el París nocturno. Pero la peripecia del poeta nada quiere saber de la noche loca de los salones y clubes de opio, sino que se vierte en los márgenes de los arrabales, allí donde se borran las marcas del sentido colectivo para abarcar una dimensión profunda, irrepetible , que hará posible la epifanía de lo absoluto. No podemos ser capaces, con el hábito de las épocas, de llegar a captar los riesgos de esta operación, nunca iniciada hasta entonces. Sólo hay que echar un somero vistazo a los personajes de este pequeño auto sacramental: prostitutas, viejos avaros, paseantes ciegos, mendigos andrajosos, enterradores, malhechores de todo tipo ... Sin embargo, no hay en este desfile tétrico ningún regusto morboso –patrimonio de los epígonos simbolistas–, sino un deseo loco de librarse de las esposas que inmovilizan el rayo de la inspiración más allá de los márgenes del real (entendido como consenso opresivo).



Pero, ¿a dónde lleva este rayo? A cualquier lugar, siempre que sea fuera del mundo (Anywhere out of the world). Este es el único reto del poeta moderno, que toma el testigo del romántico para ir aún más allá: su tarea consiste en traspasar los límites para recuperar la vivencia de un mundo sin atributos, pura materia sin forma que da lugar a toda forma, experiencia de una continuidad ininteligible que construye toda inteligibilidad. Es yendo a beber las aguas que discurren al margen como el poeta puede vislumbrar los primeros destellos de un absoluto que rehuye la descripción mecánica de un experto mecanógrafo. El poeta será ahora un explorador del infinito. Y el París de Baudelaire es, quizás, la única ciudad infinita de la historia de la cultura moderna.

Las masas son el tapiz humano que discurre bajo los pies del poeta explorador. Aglomeración abigarrada de desconocidos que se manosean sin darse cuenta (porque los cuerpos urbanos ya no sienten la amenaza del prójimo, pues todo está cerca, el espacio es promiscuo), la masa es una riada ininterrumpida de estímulos para el paseante, que se aboca a la búsqueda de una despersonalización liberadora. Si Lord Byron decía que sólo salía de casa para renovar su necesidad de estar solo, Baudelaire se mezcla con la turba para experimentar su pequeñez más allá de la percepción obvia de la identidad cotidiana. El flâneur depende de las masas para degustar, aunque sea de manera efímera, el placer del infinito, aquella dimensión otra a la que se accede momentáneamente a través del vino, del hachís o –aspiración permanente del hombre decepcionado– de la poesía.

La multitud es la droga contradictoria del individuo moderno: le libera de la prisión de la identidad, pero le somete al imperio de la norma. Es por ello que el individuo pasea: para escabullirse de la garra totalitaria de las masas, que quieren asimilarse a una especie de comunidad sagrada de creyentes de una religión que no tiene más aspiración que la propia perpetuación en el tiempo. Con Baudelaire, se hace realidad aquella frase apócrifa que dice: paseo, ergo sum.

Sin embargo, no basta con pasear. Los caminos vuelven al punto de partida, el baile de novedades se repite hasta el aburrimiento, a pesar – o a causa?– de la renovación de los escaparates, las masas avanzan y el individuo retrocede, el infinito está cada vez más lejos y los psicotrópicos piden siempre más para dar siempre menos. ¿Cuál es, entonces, el último paraíso, la última salida de este mundo? La soledad. Retirarse del mundo. Adentrarse en uno mismo, hasta salir por el otro lado. Baudelaire es un hombre permanentemente atraído por el vórtice de la intimidad: basta con leer el poema titulado La sopa y las nubes para comprender que en el cerebro del poeta se desarrolla un pase incesante de imágenes y pensamientos que le llevan "lejos del mundo", como él quiere. En La soledad, la defensa que hace de esta capacidad sobrecogedora de la reflexión –en donde el individuo no se reencuentra consigo mismo, sino que se trasciende a poco que se atreva a dar la espalda a las seguridades del recuerdo– mantiene un aire de familia con las multitudes, aunque parezca exactamente lo contrario.

Y es que el poeta moderno sobrevive subyugado por una tentación doble: una, le lleva a las afueras de la ciudad, a los arrabales parisinos o a las islas de los mares del sur, para reencontrar allí, entre los marginados, un trozo de infinito; otra, le hace permanecer en la habitación, escribiendo en la soledad feraz de quien mantiene una conversación íntima con la inmensidad de la palabra. El flâneur y el escritor son, en los poemas de Baudelaire, dos personajes irreconciliables pero que se necesitan mutuamente: uno tira de un lado hacia el cielo, en busca de una tierra sin nombre que empieza y termina en la vivencia sin atributos, mientras que el otro –el cronista, es decir, quien triunfa en los poemas, porque nos permite conocer ese mundo que, sin él, quedaría desconocido– tira de la otra para concentrarse en el tiempo y en el espacio, reencontrando una indeterminación que subyace bajo las determinaciones de las palabras. Y uno y otro personaje, exploradores ambos de los límites del mundo, son huéspedes perpetuos de un París del que nunca saldrán, porque París es el alfa y el omega de la metrópolis occidental, los extremos entre los que discurre el pensamiento y la palabra, la cabeza y la cola de una continuidad inseparable que seduce a la inteligencia para impedir que la abandone, la habitación doble que comunica el aquí-y-ahora del hombre con el en ningún lugar-y-nunca del símbolo, la capital de un continente oscuro donde todo parece posible porque nada es como parece, sino todo lo contrario.