La espiral del recuerdo: de Joyce a Rossellini

José Luis Trullo.- En Viaggio in Italia (R. Rossellini, 1943), traducida en España como “Te querré siempre”, Ingrid Bergman y George Sanders formanun matrimonio inglés tradicional: ella, sensible y soñadora; él, irónico y marmóreo. Un matrimonio, como todos los matrimonios, poco menos que imposible, pero que se mantiene con vida gracias a la inercia de la vida insular, tan insulsa como sus corazones, tan chata como sus expectativas. Un viaje a Italia por motivos familiares (liquidar la hacienda de un familiar que acaba de fallecer) desanudará los lazos que los mantenía unidos, precipi­tándose en una espiral creciente de celos, remordi­mientos, dudas, violencia y proyectos de ruptura.

La (tópica) sensualidad de las tierras napolitanas; el (simbólico) calor que nubla el entendimiento; la omnisciencia del Vesubio, la (metafórica) montaña que amenaza con estallar en cualquier momento; el desorden y la laxitud, en fin, de la vida mediterrá­nea, enfrentados al cálculo y la frialdad británicos, minarán poco a poco la resis­tencia de nuestros protagonistas, los cuales podrán contemplar, con la lucidez de las situaciones extremas, el feo abismo de su existencia.

En este mosaico de tensiones y antagonismos, tan simple y reducido a lo esencial que puede parecernos incluso grosero, quisiera llamar la atención sobre una minúscula tesela, la cual, pese a formar parte del conjunto en igualdad de derechos, nos proporciona una poderosa clave de auto-interpreta­ción de la película. Se trata del episodio en el que Bergman, sentada con su esposo en el balcón de la casa, rememora un episodio de su primera juventud: un muchacho que recita poemas, una amistad que no necesita cambiar de nombre, una enfermedad, sufrimientos, malos presagios, una visita en la noche, una piedra que golpea el cristal, una muchacha que abre la ventana.

De pronto, el estilete de la memoria desgarra la carne blanca del presente: la antigüedad de la memoria significa el contra­punto lírico ante el que la actualidad debe claudicar, puesto que la evenascencia de los sentimientos juveniles (pero Sanders, con la claridad y precisión que caracteriza a la razón que sabe lo que quiere, pregunta: “¿Estabas enamo­rada?”) se ha transformado en la evidencia de una madurez sin alicientes, sórdida y banal. Desde ahora, la tensión se hace manifiesta, se plantea a sí misma como un manantial de rencores y reproches; pero, al mismo tiempo, necesita ser llevada hasta el límite, explorada en toda su virulencia. A partir de entonces, Nápoles se convertirá para ella en una suerte de viaje, no hacia sí misma, sino, por el contrario, lejos de sí misma: paisajes volcánicos, esculturas helenistas y templos semi­derruidos serán otras tantas formas de huida, un poco, si se quiere, à la romantique.

Este episodio, central en cuanto introduce la extrañeza del pasado en el discurso continuo del presente, desencadenando así la crisis y precipitán­dola hacia su consumación (la cual, con todo, quedará neutralizada en la memorable escena final, donde miles de napolitanos en procesión amenazan con arrastrar a los protagonistas a su interior y hacerlos desaparecer) es una clara paráfrasis de aquél otro que aparece en “Los muertos”, el relato que cierra el libro titulado Dublineses, de James Joyce.



Aquí, Gabriel y Gretta Conroy forman un matrimonio clásico anglosajón, también sin hijos, también desequilibrado entre las efusiones de ella y la pertinencia de él, sin ilusiones tampoco. Mientras que Rossellini traslada geográficamente la acción a una tierra extraña, Joyce prefiere recrear una reunión familiar que, tras su aparencia inofensiva, guarda el germen de la crisis: un tenor de tercera fila entonando un lamento fúnebre, un gesto, una mirada, un baile, son suficientes para que la sensibilidad de Gretta se excite hasta rodar por la pendiente del recuerdo.

Ya en la habitación del hotel, Gretta desdeña los requeri­mientos de su marido (ligeramente ebrio. ¿cómo, si no, hubiera logrado desear, él, a su mujer?) y evoca la historia que el canto fúnebre ha traído a su memoria: siendo todavía muy joven, conoció a un muchacho, Michael Furey, con el que salía a pasear (pero Gabriel pregunta: “Ah, ¿entonces estabas enamorada de él?” ¡La misma pretensión de echar luz sobre lo oscuro!) y que enfermó gravemente con sólo dieci­siete años. Y "entonces, la noche antes de irme, yo estaba en la casa de mi abuela en la Isla de las Monjas, haciendo las maletas, cuando oí que tiraban guijarros a la ventana. El cristal estaba tan empañado que no podía ver, por lo que corrí abajo así como estaba y salí al patio; y allí estaba el pobre, al final del jardín, tiritando".

La paráfrasis de Rossellini se interrumpe pronto, puesto que, mientras Joyce prefiere entregarse a una conmovedora meditación (que tan magistralmente llevará a la pantalla John Houston) sobre los vivos y los muertos, el director italiano completa su radiografía del matrimonio con una solución, digamos, de compromiso, sin abandonar en ningún momento el plano psicológico que, por el contrario, el escritor irlandés prefiere utilizar como excusa para pasar a otro nivel.

Con todo, es evidente que Rossellini se inspira directamente en el relato del autor de Ulises; a lo largo del texto, se ha intentado poner de manifiesto el paralelismo, en nada causal, entre ambas obras, y que podríamos sintetizar en una idéntica poética del recuerdo como espiral que desencadena la crisis del presente. Un paralelismo que se declara abiertamente al principio de la película, cuando se nos informa que Ingrid Bergman y George Sanders, forman, en la ficción cinematográfica, el matrimonio... Joyce.