Henry Miller: entre la palabrería y la escritura del desastre

José Luis Trullo.- Henry Miller (Nueva York, 1891-Pacific Palisades, 1980) resume la cara y la cruz de la cultura del siglo XX: por un lado, lleva a sus últimas consecuencias la utopía de la literatura como experiencia radical del mundo, de la cual, por otra parte, acaba siendo una de las víctimas emblemáticas.

Me explicaré. La poética milleriana hunde sus raíces en una peculiar interpretación de la tradición romántica, según la cual el artista es una persona especialmente dotada que baja a los sótanos de la conciencia en busca de la experiencia considerada auténtica. Esta convicción (que Miller desarrolla en su lectura de Rimbaud en El tiempo de los asesinos) le lleva a rechazar las normas estilísticas y las convenciones formales. Así, escribe en una carta a Anaïs Nin: "No pienso en mi obra como algo que se pueda definir como esto o como aquello. Trato sólo de ser un hombre, de hablar como un hombre y de no dejar nada fuera debido a los principios".

Esta hostilidad hacia los principios no es únicamente una actitud intelectual, que pueda dejarse de lado una vez llenadas unas pocas cuartillas diarias, sino que le conduce directamente a la reivindicación de la anomia de la vida instintiva. Es aquí, en el territorio de las emociones primarias, donde el ego rompe sus límites para encontrar la fuente de donde brotan las palabras. Para abarcar el ámbito original del lenguaje (el cual, para Miller, no supone la negación de la vida sino precisamente su redención), hay que arriesgarse, ponerse en juego como individuo: "Cuando nuestras vidas están amenazadas empezamos a vivir", escribe en Sexus, porque "mientras vivamos cohibidos, fracasaremos en nuestro trato con el mundo".

Él mismo, durante su estancia en el París de entreguerras, había realizado su propia temporada en el infierno, de la que Trópico de Cáncer es (además de una obra maestra) uno de los testigos directos. Allí, lejos de su marco de referencia habitual, sin red que proteja su salto mortal, toca fondo y, al mismo tiempo, reencuentra el verdadero sentido de la vida (que no es otro que el gozo de seguir vivo): "No tengo dinero, ni recursos, ni esperanzas. Soy el hombre más feliz del mundo". Allí, conviviendo con prostitutas y borrachos, con los bolsillos vacíos y la cabeza llena de ideas, puede entregarse a la catástrofe de la que provienen todos los bienes para el artista. Como quería Hölderlin, "donde crece el peligro / crece también lo que nos salva".

La imagen del mundo que ofrece Miller en sus libros se construye en base a sus propias vivencias, estilizadas gracias a la escritura con un claro propósito de expiación retrospectiva: él, y sólo él, que ha roto los vínculos y ha rodado por el precipicio, está llamado a comunicarnos una verdad que también es él quien cree sagrada. Esta verdad se resume en la primacía absoluta del sexo, en el cual descubre la síntesis de los elementos subversivos de la moral conservadora (que es la moral de los seguros de vida y la profilaxis de la convivencia conyugal, de la nómina a fin de mes y la segunda residencia en el campo). "El sexo es una de las nueve razones para la reencarnación, las otras ocho no tienen importancia", escribe también en Sexus (libro que, por cierto, representa a su manera unas pequeñas memorias eróticas del Miller de principios de siglo).


El sexo no es para él una forma entre otras de pasar un rato agradable, como jugar un partido de tenis o ver una película en la televisión: antes al contrario, se trata del fundamento de la vida, porque nos vierte a la evidencia de nuestra dependencia, de la necesidad trágica del otro. Sin embargo, para el ciudadano medio de las grandes metrópolis "el sexo es un animal encerrado en el zoo, al que se visita de vez en cuando para estudiar la evolución": no hay lugar en las ciudades para las pasiones auténticas, las cuales aparecen caricaturizadas en Sexus en el capítulo dedicado al teatro de variedades de Houston Street (una masa informe masturbándose ante el baile de una bailarina).

El sexo simboliza, por otra parte, la fuerza motriz de la escritura. Más aún: uno y otro participan de un mismo fenómeno de epifanía energética del mundo, el cual actúa sobre los hombres como un torbellino que los lanza fuera de ellos mismos (más lejos del ego y más cerca los demás). Escribir es abrir paso al texto, desplazando la propia individualidad por el plano inclinado del deseo. La escritura, por tanto, será más auténtica cuanto más allá de las formas convencionales se desplace, cuanto más activamente responda al impulso -digamos- dionisíaco de las cosas. Esta concepción de la escritura, de un evidente ascendiente surrealista (y que el propio Miller traslada por extensión a la pintura en Primavera negra), corre el riesgo de convertirse en pura palabrería, porque, a falta de normas y criterios de evaluación, ¿cómo podemos discriminar lo que es escritura del deseo de la errancia pueril de las palabras en el vacío?

Que Henry Miller era consciente de este riesgo lo deja bien claro en un pasaje de Días tranquilos en Clichy, donde relata un acceso de inspiración especialmente significativo: "Escribí ocho o diez páginas de pura palabrería, que ni siquiera el más alocado de los surrealistas habría podido entender". Ciertamente, sus libros tienen mucho de palabrería; por ejemplo, en Trópico de Capricornio habría podido decir lo mismo que dijo (y, sin duda, con más provecho para el lector) en doscientas páginas menos.

Pero quisiera llamar la atención (y me acerco a la tesis de este artículo) sobre la relación de causa-efecto que se establece entre la palabrería, entendida como práctica estéticamente productiva, y la poética milleriana de superación de la moral individualista arquetípica de la cultura occidental. Esto es así porque las novelas de Henry Miller (a pesar de estar llenas de magníficos episodios de ortodoxia literaria: en Sexus, sin ir más lejos, hay que recordar la escena bucólica con la esposa y la hija en el campo, o bien aquella otra donde enseña a patinar al joven telegrafista) son auténticas cargas de profundidad dirigidas contra el propio género novelístico. Hasta cierto punto, Miller recoge y acepta las ambiciones propias de la novelística decimonónica para, llevándolas hasta sus consecuencias últimas, liberar las palabras y realizar una inquisición sobre el estatuto del lenguaje. Esta liberación significa, efectivamente, introducir una discontinuidad reflexiva dentro de la propia literatura que le lleva, finalmente, a la crisis: a dejar de tener el mundo por objeto y trasladarse éste a las palabras (las cuales pasan a ser, de medios para a construir un mundo, a fines en sí mismas). De este modo, poco a poco la imagen de la novela se desfigura hasta convertirse en irreconocible.

En otras palabras: la palabrería milleriana es la consecuencia lógica, si podemos decir así, de la vocación utópica de la literatura del siglo XX, la cual pretende recoger y consumar la herencia romántica de una obra de arte que coincida con el mundo (Gesamtkunstwerk) y que, con ello, hace estallar los límites que la contenían dentro de un ámbito estrictamente estético. Este ejercicio de autoafirmación (que es, a la vez, la autodestrucción de la literatura misma y ​​que llamaremos, para entendernos, escritura del desastre), conduce necesariamente al silencio, a la evidencia de que el sueño de la literatura como experiencia
radical del mundo es, al fin y al cabo, ruinoso.

Ante esta evidencia, sólo quedan dos salidas: o bien dejar de escribir (y esta sería, para algunos, la decisión coherente de Rimbaud), o bien escribir novelas póstumas, vacías y superfluas como son, y lo diremos al final, las novelas de Henry Miller.


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