El canto de los derrotados


Carla Manzano.- La literatura es el canto de los perdedores. Así lo ha sido a lo largo de todo el siglo XX, y presumiblemente lo seguirá siendo en el XXI, hasta el punto que Peter Handke puede escribir, en su Historia del lápiz: "En el deporte, ver al ganador puede resultar emocionante en el mundo del arte, su imagen es repulsiva".

En efecto: una historia urgente de los tópicos de la literatura moderna nos confirma la sospecha de que el ganador no escribe: desfila. Sólo quien ha perdido el objeto de su deseo (o quien no la ha alcanzado nunca: doble derrota, la suya y la de su orgullo) puede entonar el lamento fúnebre por las cosas y los sentimientos difuntos. Incluso aquel que escribe para jactarse de su alegría, lo hace cuando ésta ya no es real, sino huella en la memoria: se escribe sentado.

Aunque, desde antiguo, han convivido más o menos pacíficamente los géneros literarios que son la expresión de la pérdida (elegía, lamento de amor: cantos de la ausencia) con una escritura de la victoria y el orgullo público (epinicio, alabanza, gozo), es en la era moderna cuando se produce una metamorfosis inédita en la historia de Occidente: de ser la constatación de los procesos inexorables de la vida y la muerte humanas que, en la poesía, mostraban su pequeñez (Manrique), se convierte ahora en el legado mudo de las voces solitarias, ajenas al curso de lo social y vertidas al espectáculo ensimismado de su propio fracaso.

Las palabras de Fernando Pessoa son, en este sentido, esclarecedoras: "Llevo en mí la conciencia de la derrota como un pendón de victoria". Es decir, que mientras los cantos antiguos manifiestan en el pésame un estatuto colectivo que se realiza en un caso particular, pero similar a otros individuos (y los géneros musicales son el correlato de esta función: flamenco, blues, fado), la literatura moderna sufre una inflación del yo que traduce la experiencia general en términos exclusivamente subjetivos.

Este giro personalista (romántico) de la cultura moderna, no deja de sorprender en un primer momento, pues se produce en un contexto de progresiva homogeneización de los sentimientos personales: pero, en un análisis más detallado que no haremos aquí, podríamos concluir que se trata de dos caras de una moneda que, cuando más la estiramos por un lado, más se encoge por el otro.

La literatura, por sus condiciones materiales de creación, manifiesta amplificada esta tensión entre el individuo y el conjunto de la sociedad (que ha perdido su dimensión ritual para desarrollar una fisonomía monstruosa y espectral), hasta el punto de que asume ella sola la tarea histórica de dar voz a aquellos que, expulsados de los círculos del triunfo y el éxito público, no tienen más vías de aparición social que esa.

Es más: la literatura (el arte) se convierte en el único escenario donde todo lo que proscribe el juego de intercambios de la economía productiva (la tristeza, la miseria, el absurdo), puede estallar y salir a la luz, aunque sea entre los márgenes estrechos de un folio, de una pantalla, de un escenario...

En la literatura, los perdedores ganan: una victoria, sin embargo, sólo virtual, porque... ¿qué victoria es esa que consiste en tomar conciencia de la propia miseria? ¿Qué honores puede recibir la infamia, la impotencia y la dulce renuncia? Quizás por este motivo es tan patética la imagen de un Beckett condecorado por los académicos suecos. Sin embargo, la literatura moderna no puede ser, no será nunca premiada, aceptada y digerida (aunque lo pueda parecer, a la vista de la política de las administraciones públicas): su esencia es, precisa y exactamente, permanecer siempre en el lado oculta de la luna, en las catacumbas silenciosas de la palabra, allí donde comparten un mismo cuna de espinas Adriano el melancólico, Eschenbach el decrépito y Bernardo Soares el eunuco.