Trieste: una isla en forma de libro

José Luis Trullo.- Trieste es una ciudad formada por múltiples páginas, cada una de las cuales muestra una sóla cara del libro completo: la cara mítica, como nudo de culturas (italiana, eslava, austro-húngara y judía) que la conforman y, al mismo tiempo, la deforman; la cara burguesa, como símbolo del auge y la posterior decade­ncia de un concepto de vida entregada al comercio, de una grandeur que se refleja en las calles, las plazas y los edificios; la cara, en fin, literaria, como motivo de inspiración y marco ideográfico de escritores italianos de nacimiento (Italo Svevo, Umberto Saba) o de adopción sentimental (James Joyce, Rainer Maria Rilke).

Italo Svevo
Pero, además, Trieste comparte con los libros su vocación argumental: tanto para el visitante ocasional como para el residente habitual, la ciudad se manifiesta en el entramado significante de sus estímulos urbanos, los cuales trazan -semantema a semantema- un itinerario narrativo del cual no es posible escapar. En este sentido, Trieste no es sólamente una ciudad, sino una red de signos autosuficiente, una isla en la que el paso del tiempo ha articu­lado un mapa completo de alusiones y referencias históricas. Como hacen los niños en la arena mojada de la playa, los pasos del caminante transcurren por las calles triestinas sobre las huellas dejadas por otros caminantes; la escapatoria es imposible porque no hay arena mojada libre de huellas, no hay un sólo recodo, una sóla callejuela, que no muestre en su evidencia las marcas labradas por el tiempo.

Todavía hoy es posible reconstruir los paseos que Joyce realizaba por el barrio antiguo de la ciudad, todavía hoy sigue en pie el Instituto Berlitz donde impartía sus clases. Con toda seguridad, el transeúnte reconocerá también la Biblioteca Civica, en la cual Alfonso Nitti (alter ego del propio Svevo en Una vida, su primera novela) leía a Balzac para conciliar el sueño por las noches, o la pensión en la que Emilio y Angiolina concertaban, en Senilidad, sus secretas citas amorosas. Y, siguiendo las indiciaciones que proporcionan las inscripciones grabadas en los muros, deambulará con Umberto Saba por sus barrios favoritos, sintiendo su paso amigo, aún presente.

En el café Tommaseo parecen esperar que, en cualquier momento, se abra la puerta y vuelva a aparecer Zeno, alias transparente de aquel hombrecillo callado que, armado con su cuaderno de notas y la mirada ausente, trabajaba por la memoria de la ciudad, abriéndola al psicoanálisis y a la modernidad literaria. En muchos sentidos, Trieste todavía no ha superado la muerte de Italo Svevo.

Trieste, por otro lado, permanece idéntica a sí misma desde hace un siglo; constreñida entre sus propios límites por una orografía despiadada, aplastada contra el mar por la presencia imponente de la cordillera cársica (como si uno y otra aunaran sus fuerzas para encuadernar adecuadamente las páginas del libro), padece de la atrofia crónica al que se ven abocadas las ciudades que no pueden crecer por causas naturales. Esta inmovilidad, física y real, parece haberse adueñado hasta el tuétano el espíritu de la ciudad : nada ni nadie se mueve en Trieste, como si esperaran en silencio la irrupción de una sacudida que les saque de su letargo. Desde la colina de Opicina, que domina panorámica­mente el golfo de Trieste, se diría que la ciudad está posando deliberadamente para la fotografía del día del Juicio Final.

Trieste como metáfora apergaminada de la burguesía librecambista, como retrato apolillado de una belleza perdida, como esencia y extracto de otros tiempos. Trieste carece de futuro, y eso la hace fascinante: en una época en la que el tiempo parece haberse empeñado en una huida loca hacia adelante, Trieste permanece hundida en el suelo de la historia, en el que indudablemente se encuentra a gusto. Aquí la eternidad se hace posible, esa eternidad borgiana en la cual éste que soy ahora y aquél que fui hace unos meses se sientan a conversar en un banco del Jardín Público. Tercamente, aferrada a su indiferencia, la ciudad no siente nostalgia de su pasado, sino que le sigue siendo fiel: paseando por sus calles, el caminante corre el riesgo de apearse de su precaria contemporaneidad, para ingresar en ese otro mundo humano hecho de memoria y resistencia, de ironía y estoica quietud.


Trieste, al igual que la mayor parte de las ciudades italianas con un pasado demasiado importante a cuestas, sobrevive al margen de los flujos de la actualidad: ella misma impone a sus habitantes el pulso de sus vidas, del mismo modo que el lirón reduce sus constantes vitales a la mínima expresión para pasar el duro invier­no (con la salvedad de que nada permite suponer que los triestinos despertarán de su hibernación al llegar la primavera).

Como los grandes clásicos, que tal vez releemos menos de lo que se merecen porque les suponemos la importancia, Trieste reposa en las estanterías más recónditas de la Biblioteca de Babel: allí aguarda silenciosa la visita de un turismo despistado, vagamente culturalista, interesado en comprobar sobre el terreno la existencia verídica de tal o cual curiosidad literaria (el castillo de Duino, donde Rilke escribiera sus Elegías; la librería de Umberto Saba, en cuya trastienda compuso el Cancionero). No importa: viajeros de todo pelaje y ambición, emigrantes, poetas, estudiantes, Trieste os recibirá con frialdad calculada, con la cortesía distante de las grandes ciudades venidas a menos, ante la cual deberéis inclinaros a costa de quedaros para siempre en el umbral.

Página a página, encarcelada entre sus cubiertas perpetuas, Trieste se muestra al lector atento (púdica, al principio; obscena y lúbrica, después) en sus virtudes y en sus vicios, en todo lo que ya nunca más será y aquello que quizás no venga nunca. Póstuma y adventicia, escrita con caracteres perdurables, hambrienta de tránsito y de sentido nuevamente renovado, Triste es la ciudad más literaria (en el fondo y en la forma, en sus historias y en el modo de volver a narrarlas).

Tal vez tenga razón Claudio Magris cuando afirma que "la esencia de Triste se encuentra precisamente en la sustracción de toda esencia" (Trieste. Una identità di frontiera; Einaudi, Torino, 1982) o, dicho con Heráclito, "la naturaleza prefiere esconderse". A mí, en cambio, me parece que Trieste habita en profunda vecindad a la esencia: replegada en la conmemoración de sus orígenes, pastando en el campo fértil de la memoria, se diría que en muy pocas ciudades (alguien pensará en Viena, tal vez) se tiene tan cerca la oportunidad de entregarse a la experiencia relevante del pasado hecho huella, marca, gesto presente en el territorio ausente de su propia manifestación. Sólo en una ciudad dormida la tenue voz de la memoria consigue abrirse paso entre los gritos del presente; sólo el luto le sienta bien a un cuerpo moribundo.

(Este texto fue escrito por el autor durante su estancia de estudios en Trieste, allá por 1992, aunque le caben pocas dudas de que, de volver allá ahora mismo, podría escribirlo de nuevo y sin variación).