José Luis Trullo: El intérprete de los dioses


José Luis Trullo (Barcelona, 1967) es licenciado en Filología Hispánica y trabaja con y para los libros desde muy joven, realizando todo tipo de trabajos, desde los más esmeradamente mecánicos hasta los menos exigentes y deletéreos, como leer cobrando. Entre los proyectos que ha impulsado figuran la editorial Los Trabajos de Sísifo, las revistas El Pou de Lletres (en catalán) y Tramas de Filosofía y Literatura, o Libros al Albur, al frente de la cual viene publicando libros de aforismos, poesía, ensayo o microficción. El relato que damos a conocer forma parte de Naranjas de la China, libro escrito en 1998 y que va a publicarse, al fin, en las próximas semanas.


Para Patricia

Al ascender al trono tras mandar asesinar a su padre y a sus hermanos, el emperador del reino de Chi quiso conocer cuál era la suerte que le esperaba al país bajo su mandato y qué designios abrigaban los dioses al respecto. Para ello, hizo llamar a un adivino que moraba en un monte escarpado, el cual gozaba de una justa fama por haber predicho con exactitud el momento y los métodos con los cuales el actual emperador as­cendería al trono del reino de Chi.

Li' Peh, el adivino, compareció ante el emperador sos­teniéndose sobre un bastón, pues tenía una edad muy avanzada y la humedad de los bosques le había roído los huesos.

Al ver ante sus ojos a un hombre tan consumido física­mente, el empe­rador sintió una reacción visceral de rechazo, pero se contuvo dado el enorme provecho que esperaba obtener de sus dotes adivi­nato­rias.

El emperador le preguntó entonces si era cierto todo cuanto se contaba de él.

Li' Peh asintió con la cabeza.

El emperador le preguntó a continuación si sus dotes adivinatorias se debían a su intimidad con los dioses o a su sabiduría personal.

Li' Peh le contestó que no veía la diferencia entre una y otra cosa.

El emperador, molesto ante la respuesta del adivino, le indujo a que sometiera sus capacidades a la voluntad del emperador, y que le revelase inmediatamente cuáles eran los presagios que se cernían sobre su mandato.

Li' Peh respondió que su avanzada edad le impedía mate­ria­lmente afrontar una petición de tanto alcance, y que a lo sumo podría satisfacer tres vaticinios concretos.

El emperador, sumamente irritado por la pertinacia del adivino, le conminó a que hiciera sin tardanza lo que decía.

Li' Peh dio tres pasos muy lentamente, se arrodilló en el suelo, sacó de su bolsa unos huesecillos con tetragramas inscritos en sus seis caras y, tras mascullar unas palabras ininteligibles para todos los presentes, se dispuso a inter­pretar la voluntad de los dioses. Lanzó los huesos, contempló el resultado y trazó unos signos en un rollo de papel blanco. Concluyó el ritual entonando un cántico silencioso y volvió a ponerse de pie.

El emperador, preso de una excitación sobrehumana, le exigió que hablara inmediatamente.

Li' Peh dijo entonces que el emperador no debía preocu­parse por la integridad de su mandato, ya que el vaticinio le había revelado de una manera inequívoca que reinaría durante largos años, no sólo sobre su propio reino, sino aun sobre los reinos limítrofes.

El emperador pareció no quedar satisfecho con tales augurios y ordenó al adivino que le comunicase sin demora el conte­nido de los otros dos.

Sin embargo, Li' Peh guardó silencio.

El emperador insistió nuevamente y, al comprobar que el adivino se obstinaba en su mutismo, ordenó a sus guardias que le cortaran la cabeza en aquel preciso momento, cosa que éstos hicieron sin dudar un instante.

Exasperado por la insumisión de Li' Peh, el emperador mandó llamar a Quang-Chu, el adivino oficial de la corte, a quien el monarca había ignorado sistemáticamente porque no sólo no había predicho que éste ocuparía el trono, sino que vaticinó que moriría a manos de su padre y sus hermanos.

Quang-Chu fue conducido inmediatamente ante el empera­dor, quien le ordenó que interpretase los huesos y legajos de Li' Peh y le revelara los dos vaticinios pendientes.

Quang-Chu se inclinó sobre los rollos, hizo una serie de cálculos en voz alta y clara e, incorporándose de nuevo, dijo lo siguiente:

- Suma Majestad, no debéis albergar ninguna duda de que habéis hecho matar al mejor adivino del reino, pero también a un viejo que carecía por completo de sentido común. Os diré por qué. Li' Peh acertó plenamente en dos de sus vatici­nios: el primero prometía larga vida a vuestro mandato, y eso es, según mi parecer, lo que dicen los huesos sagra­dos; el segundo, por su parte, asegu­raba que Vos mandaríais cor­tarle la cabeza, y así ha sido. Esto demuestra que Li' Peh era un gran adivino, pero que en cambio carecía por completo de sentido común, puesto que con su silencio no sólo no evitó lo inevitable, sino que provocó que se cumpliera el vaticinio que él mismo se había negado a revelaros.

Y, al preguntarle el emperador por el tercer vaticinio, Quang-Chu respondió que el tercer vaticinio aseguraba que el monarca nombraría al día siguiente virrey de la isla de Mong al adivino oficial de la corte, y que le colmaría de oro y brillantes por su obediencia y sabiduría en las artes de la predicción.

Y, persuadido de que un mal adivino dotado de sentido común es preferible a un buen adivino que ha perdido el juicio, eso mismo fue lo que hizo el emperador, y no otra cosa.

El buen adivino no es aquel que interpreta
lo que los dioses quieren decir, sino
lo que los hombres quieren oír.