El espíritu de la burbuja


José Luis Trullo.- Imaginemos que la burbuja fuera el estado de la civiliza­ción occidental en su grado de máximo desarrollo. El sueño por el que se puso en camino y, paradójicamente, su desgracia como pura realidad. La burbuja sería entonces la realidad del sueño (ya no el sueño de la realidad: eso pertenecería al grado cero de la civilización). La burbuja: una superficie tersa, limpia y transparente, sin accidentes, sin aristas, perfectamente satisfactoria. Con la burbuja se consuma el proyecto de las luces: tener la cosa a-la-mano, despojada, reducida, anulada. ¿Pérdida de su valor de uso? Ni siquiera eso. La cosa útil no es cosa. La cosa es un territorio vacío, previo a la decisión del valor (de uso, de cambio y aún más allá: el valor es un topos humano que aplasta y llena el espacio de la cosa): no hay, ya, cosa, cuando hablamos de cosa. Hay hombre.

El hombre habla. La cosa es muda. La burbuja habla. La burbuja está hecha de palabras. Más aún: la palabra es la burbuja. La palabra succiona las cosas, les asigna un valor, relaciona los valores y las cosas, entre sí y hacia sí, y clausura el territorio del que las arranca. La burbuja irradia energía: el valor de la energía es el argumento que cierra la puerta de salida de las cosas, cuando han accedido a entrar en el juego con la inocencia del que no conoce más que el juego. La cosa es juego; la burbuja, juega. La burbuja juega a estimular la cuerda lúdica de la cosa (a tensarla para sustraerle la resonancia) para someterla sin preámbulos a su dictado imperioso.

¿Pero, ¿cuál es el imperati­vo de la burbuja? Ya se ha dicho: echar luz sobre lo oscuro, des-cubrir lo cubierto, igualar lo diverso, aplastar los relieves de cuanto perturba el encefalograma plano de la Razón Dueña de Sí y del Mundo. El imperativo de la burbuja es la exigencia que impone a las cosas, a todas y cada una de las cosas, dirigirse hacia su seno acogedor (redondo, enorme, suave) y desprenderse, por tanto, de lo que escinde el destino de las cosas en ciento cuarenta y nueve mil rutas divergen­tes. La burbuja es el sueño (hecho realidad) de que las cosas se pongan de acuerdo. El sueño del consenso universal. El sueño de la fraternidad humana. El sueño del gobierno planetario. El sueño de la unidad de la pluralidad. La burbuja es la pesadilla de Hegel, mostrando el camino que conduce a la asfixia de la cosas bajo el abrazo letal del espíritu absoluto. La burbuja es la pesadilla de Marx (no sólo de un mítico Marx humanista), trazando las líneas maestras de una reconci­liación total del hombre consigo y con los demás.

¿Hay espacio suficiente para pensar la burbuja cuando ya nada escapa a su control? Si es así, la burbuja todavía no ha alcanzado su grado máximo de desarrollo y, entonces, no sería propiamente dictado alguno, sino horizonte de amenaza. Y, aun así, la hipótesis es la contraria: la burbuja hace tiempo que se ha cerrado sobre sí, expulsando el pensamiento crítico que pudiera inquietarla. Entonces, ¿qué se pretende, al acercarse a un dominio que no se abre ni se cierra, sino que disuade la propia capacidad de establecer los límites de la acción y del pensamiento? ¿Existe quizás, en la vacilación de la categoría del límite, una vía de acceso importante a esta omni­presen­cia evanes­cente de la burbuja, que juega con las cosas, y con las palabras, para distraerlas de su centro y arrojarlas, así, al estrato traslúcido de la burbuja?

Partiendo de la base del carácter primordialmente indeciso del espíritu de la burbuja, éste no se manifestará en cuanto tal o cual fenómeno, sino en la forma de la oscilación de la crítica del fenómeno: el espíritu de la burbuja es, por tanto, el estado de indecisión de la razón cuando, consumada/ triun­fante/dominadora, ha aplastado la dimensión crítica para perder, como consecuencia, su posibilidad de autoconocimiento. El espíritu de la burbuja significa, pues, el fracaso en el éxito, la penuria en la abundancia, la oscuridad máxima en la época de la total irradiación de la luz. El espíritu de la burbuja es la paradoja de la Razón. Letal. Suicida.


Este texto es un avance editorial del libro que publicará en próximas fechas Libros al Albur.


 El Aforista



LA CONDICIÓN JÁNICA DE LA MODERNIDAD 

La Modernidad no se agota en el cumplimiento del programa ilustrado de conquista del mundo por la razón, aunque bien es cierto que ésta es su inquietud más visible. Por el contrario, aquello que le es de algún modo consustancial consiste precisa­mente en la imposibilidad efectiva de su consumación (y la noción de progreso es la coartada que pospone la clausura del proceso al infinito). Imaginemos entonces que la esencia de la Modernidad consista, no en la iluminación de las causas de lo real, sino en su escisión autoproducida: que la constitución de sus objetos indujera igualmente la nulidad de sus propósitos conquistadores en forma de antagonismo indisoluble. En tal caso, la Modernidad deviene la apertura del pensamiento a la oscilación de los conceptos (todo-nada, universal-particular, racional-irracional), de manera que todo incremento de la determinación lo es también de la atracción por lo indeterminado, la constatación de un fondo impreciso que se sustrae al cálculo. LEER MÁS



EL TRANCE HIPNÓTICO DE LA VERDAD

Al hombre desencantado contemporáneo, su razón le dice que no es posible el milagro, su corazón dice “sí” a algo que su cerebro ha de decir “no”. La fe se convierte, pues, en un residuo, en la expectoración de un sentimiento desarraigado de su razón fundamental. Pero la verdadera paradoja es que la fe en el extravío  es la única forma de romper el círculo de tensión inhumana que afecta al cristiano desencantado, al cristiano moderno. En este contexto, el Johannes de Ordet representa literalmente la salvación, pues en él se expresa la definitiva coherencia de un alma que no está enfrentada a su entendimiento, sino que incluye en él la experiencia de lo sublime. Ni siquiera Kierkegaard se veía liberado de esta fatal escisión. Su teología se resuelve en una apelación a lo sublime a expensas de la razón. LEER MÁS



 Soledad y destino