La biblioteca que se vacía

José Carlos Cataño.- Vengo cargado de la biblioteca de un abogado barcelonés ya fallecido. He dejado una caja con solo la base llena y he de volver otro día. Luego ya se verá cómo transportar esa y otras cajas descomunales. La biblioteca ha comenzado a ventilarse hace cuatro años. Antes de fallecer, el abogado indicó a sus hijos que los más de veinticuatro mil volúmenes serían regalados a quienes manifestasen interés por ellos. Han pasado carmelitas, filólogos, aficionados a la literatura, historiadores, catedráticos...

Con la escalera de un lado para otro y los dedos tiznados, he picoteado como he podido en cada estante. En las zonas superiores que tocan el cielorraso todavía quedaban ejemplares desapercibidos. El hijo, que tan amablemente me atendió, me preguntaba por mis intereses, pero al cabo se dio cuenta de que no tenía ninguno: tan pronto por aquí un clásico del fascismo español como un tratado de Levinas; historias de los sefardíes de Salónica y un Max Brod del que nunca había tenido noticia. Y me dejo cientos y cientos de títulos y temas en el tintero.

Dos horas duró la batida, porque las piernas me temblaban y los estantes hacían amago de saltar por los aires. Yo quería llevármelo todo, pero coloqué lo secundario en una de las cajas y llené la mochila y no sé cuántas bolsas de plástico con lo que deseaba colocar en la mesita de noche.

Nos fumamos un cigarro con el atardecer a nuestras espaldas. Otro día contaré más del abogado sabio y enamorado de todo lo hebreo: había fotos en la sinagoga con antiguos familiares míos, con mi iniciados en el judaísmo Carlos Benarroch, los archivos de la Entesa Judeocristiana de Catalunya...

X me llamaba para acudir a la inauguración de una galería de arte de una amiga. Pero yo sólo podía tener ojos para los libros salvados, para los archivos de la Entesa, para las fotos y los documentos con los que podría reconstruir, en la próxima vez, las condiciones de vida de la pequeña comunidad judía de Barcelona en los primeros años del franquismo, con su centenar de polacos, búlgaros y alemanes a los que se les permitió cruzar la frontera y asentarse en Cataluña; con los que llegaron de Esmirna, Salónica y Estambul; con los sefardíes que huyeron de Marruecos tras la independencia del país.

Este fragmento, reproducido con el permiso expreso de su autor, pertenece al libro "De rastros y encantes" (Universidad de Sevilla, 2011), donde se recogen las anotaciones que fue plasmando, a lo largo de los años, a propósito de sus expediciones por los mercadillos de libro usado, de lance, viejo o condenado al olvido, de no ser porque una mano amiga y amante pudo rescatarlo justo antes de enfilar el camino hacia el cadalso.



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