José Antonio Alegre Moreno. Hay novelas que son difíciles de clasificar porque presentan tantas facetas que resulta imposible incluirlas en una categoría determinada. La Isla del mundo, de Miguel Catalán, es una de ellas.
El argumento es simple. A una posada situada en los límites del territorio de la Ciudad del Mundo llega un viajero que, en una charla casual, deja una noticia estupefaciente: Ayuso, la aldea en que se encuentran, no está en los mapas. Para el resto del mundo, no existe. El mozo que atiende al forastero se extraña y, a la vez, se indigna: ¿cómo es posible que su pueblo no exista? Pues, aunque ocupe un lugar físico, su existencia es ficticia, no operativa; ni siquiera puede ser considerada por el resto del mundo y no cuenta para nada.
Las explicaciones del viajero encienden la curiosidad del mozo (Gastón, nuestro héroe), que decide viajar a la ciudad de San Flingo, el centro del Mundo. No se conforma con ser un habitante de una aldea que no cuenta. Y emprende un viaje que lo llevará, después de diversas aventuras, hasta su objetivo.
Una vez a las puertas de la ciudad, cuando ya parecía imposible entrar en ella, se encuentra, de manera inesperada, invitado y agasajado como si fuera una alta personalidad. Comienza entonces su viaje, esta vez a través de la ciudad y sobre todo de las costumbres y modo de vida de su sociedad, acompañado de su guía y mentor, un curioso personaje (Evemero) que le va explicando, con simpático cinismo, todo lo que va viendo y viviendo.
La civilización de San Flingo es una máquina perfecta y a la vez siniestra (que no son términos contradictorios, como todos sabemos), la cual hace funcionar a la ciudad como un reloj y a sus ciudadanos casi como autómatas, aunque sin conciencia de serlo.
Gastón va pasando por todo lo que en la ciudad es importante: departamentos ministeriales (defensa, administración, finanzas, cultura, etc.), restaurantes, grandes almacenes, edificios singulares... y también conoce a sus personajes más significativos (artistas, damas de la alta sociedad, banqueros…) y los más recientes inventos, pues San Flingo es una ciudad del futuro con unas técnicas muy evolucionadas.
Gastón es ignorante, pero no tonto. También es ingenuo, pero aquello que considera a primera vista maravilloso no le hace perder su espíritu crítico, y su bondad no le impide llegar a la violencia si se considera objeto de burla.
Al cabo de tres días frenéticos consigue su objetivo de llegar a la colina central de la ciudad, al centro del mundo, aunque no resulta ser lo que él espera.
La isla del mundo es, pues, una novela de aventuras, ya que su viaje es una sucesión de éstas, desde que sale de su aldea hasta el mismo final. No cabe duda de que, a la vez, es una novela iniciática: Gastón, nuestro héroe, va cambiando su manera de ver el mundo y las cosas, desde una ingenuidad inicial hasta una madurez final, de la que apenas debo hablar pues el proceso debe ir paladeándolo el lector.
También presenta elementos de novela de ciencia ficción, con adelantos sorprendentes en el terreno de las telecomunicaciones, la arquitectura, la biología, etc. Eso sí, siempre con el denominador común de la rápida obsolescencia de los inventos y el consiguiente fomento del consumismo más desaforado.
Una parte extensa de la novela se dedica a describir la sociedad utópica de La isla del mundo, aparentemente igualitaria, aparentemente segura, aparentemente progresista, aparentemente perfecta, pero sin dejar de llevar en su interior la desigualdad, la ignorancia, el abuso de los gobernantes y la infelicidad de sus ciudadanos. Aun cuando con las utopías todos estamos al cabo de la calle, de vez en cuando vuelven a surgir con formas nuevas y la misma esencia.
La isla del mundo es, sobre todo, una novela satírica: satírica con la sociedad de San Flingo, que, como el lector pronto descubre, es la nuestra, vista a través de los ojos inocentes del “buen salvaje” que se extraña de usos, costumbres, frases y actitudes -el autor no deja títere con cabeza- de una hipocresía y bajeza moral sin medida que nuestro héroe percibe con claridad y que la sociedad encubre con la capa de lo “políticamente correcto”. Él es el niño de la fábula, el único que ve que el Rey va desnudo.
El final de la novela es sorprendente y extraño, desarrollado en una impresionante prosa poética. En él culmina el desarrollo vital del protagonista en una fusión de conciencia y naturaleza que lo trasciende todo.